José
Serafín Béjar Bacas
Facultad de
Teología de Granada
1.
Introducción:
el cristianismo en el contexto de una nueva evangelización
El papa
Benedicto XVI ha convocado la
XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos con
el tema La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana. Esta nueva convocatoria del Sínodo tendrá
lugar en Roma del 7 al 28 de octubre del presente año 2012. La Secretaría General
del Sínodo ya ha ofrecido los Lineamenta,
publicados en febrero del pasado año, como un instrumento válido para el
trabajo en distintos ámbitos eclesiales a propósito del tema propuesto: la
evangelización.
En la Introducción a los
mismos, se habla de la necesidad de “evaluar la experiencia vivida, es decir,
nuestra actitud respecto a la evangelización” porque “dicha evaluación es el
camino para interrogarnos sobre la calidad de nuestra fe, sobre nuestro modo de
sentirnos y de ser cristianos”[1]. Para
ilustrar esta idea, el documento alude al pasaje de los discípulos de Emaús, en
el evangelio de Lucas, y nos habla de “la posibilidad de un anuncio frustrado
de Cristo”[2]. Se
trata de una expresión que atrajo mi atención desde el principio. ¿Qué entiende
los Lineamenta por anuncio frustrado?
En el texto podemos leer: “Un anuncio que no da vida, sino que mantiene
encerrado en la muerte al Cristo anunciado, a los anunciadores, y a los
destinatarios del anuncio”[3].
De esta
manera, es interesante hacer notar que el documento plantea la necesidad de un
primer momento de balance y reflexión, donde la Iglesia se pregunte por la
integridad del mensaje que ha ofrecido en su historia reciente de
evangelización. Es decir, el debate sobre la nueva evangelización no se agota
en las preguntas sobre posibles modos o estrategias, sino que antes se tiene
que realizar una verdadera autocrítica donde se ponga de manifiesto qué es
aquello que se entiende por cristianismo[4]. Por
lo tanto, “es una acción que exige un proceso de discernimiento acerca del
estado de salud del cristianismo”[5]. Y
ello porque “existe el riesgo de perder también los elementos fundamentales de
la gramática de la fe”, con la “consecuencia de caer en una atrofia espiritual
y en un vacío del corazón o, por el contrario, en formas sustitutorias de
pertenencia religiosa y de vago espiritualismo”[6].
Por esta
razón, me parecía justificado acometer este proceso de preparación sinodal, que
inevitablemente ha de implicar al conjunto de toda la Iglesia , discerniendo las
distintas encarnaciones de lo cristiano que es posible reconocer en el contexto
donde vivimos. En definitiva, sigue en pie la pregunta por lo esencial y
determinante de nuestra fe y la interpelación por tal esencia “deberá funcionar
como autocrítica del cristianismo moderno, el cual debe aprender a comprenderse
siempre de nuevo a sí mismo a partir de las propias raíces”[7].
Así pues, y a
riesgo de ser simplista, quiero hablar de tres formas de reducción de lo
cristiano que, como teólogo y pastor, veo reflejadas en la realidad que me toca
vivir. A estas tres formas “frustradas” de cristianismo las llamaré:
“cristianismo ético”, “cristianismo estético” y “cristianismo dietético”[8]. Se
trata de tres respuestas al Dios manifestado en Cristo que considero
insuficientes. Después de exponer cada una de ellas, ofreceré una cuarta
propuesta que llamaré “cristianismos logrados”. Utilizaré un lenguaje
accesible, ya que me gustaría que esta reflexión pudiera usarse por pastores,
laicos y agentes de pastoral a la hora de evaluar sus propias estrategias de
evangelización. En cada uno de los modelos presentados intentaré poner de
relieve a qué contexto socio-cultural se pretende responder y cómo dicho
referente funciona como un crisol, más o menos aquilatado, de la verdad
integral de lo cristiano.
2.
Cristianismos frustrados
Como ya he
afirmado, tomo esta expresión de las palabras que se pueden encontrar en la
reflexión preparatoria al Sínodo que nos ofrecen los Lineamenta. Indudablemente, todo análisis de realidad es una
simplificación de lo que, de hecho, acontece de un modo mucho más rico en el
escenario de la historia. Sin embargo, es inevitable un esfuerzo de comprensión
que, aunque implique ciertas simplificaciones, siempre se puede mostrar útil
para reconocer determinadas inercias o movimientos reflejos que, de modo más
habitual de lo que pensamos, hacen su aparición en nuestros modelos pastorales.
2.1.
¿Qué es el cristianismo ético?
Cuando fui
ordenado sacerdote, en el ejercicio de mi ministerio pastoral, descubrí algo
que me llamaba poderosamente la atención. Siempre que venía algún matrimonio
joven, de los que adjetivamos como alejados, para pedir el bautismo de su hijo,
me dirigía a ellos, con una cierta intención provocadora: “- ¿Por qué queréis
bautizar a vuestro hijo? Llevo algún tiempo ya por aquí y, sin embargo, nunca
os he visto en la misa de los domingos”.
En el cien por cien de los casos, estos “alejados” me contestaron: “-
Mire usted, es que para ser bueno no hace falta venir a misa”. A lo cual, yo
les respondía siempre: “- Ni tampoco bautizar al niño”. Y proseguía: “- Si lo
que queréis es simplemente ser buenos, tenéis toda la razón al decir que no
hace falta participar de la eucaristía, pero tampoco bautizar al niño, o
casarse por la Iglesia ,
o… enterrar a nadie”. Estos encuentros me posibilitaban ofrecer una catequesis
donde, lo que he narrado, se convertía en un verdadero punto de partida.
Pero,
trascendiendo la anécdota, creo que es interesante deparar en la existencia de
una respuesta creyente al Dios que habla en Jesús que opera una reducción ética
de lo cristiano. De esta manera, el cristianismo quedaría reducido a una moral,
más o menos espléndida, que hay que cumplir. No estamos ante un fenómeno
novedoso, sino ante los últimos coletazos de un proceso iniciado con la llamada
modernidad y que ha ayudado a descafeinar la fe y reducirla a ética.
En el siglo XVI, en Europa se concitan dos
acontecimientos que son interesantes conocer. Por un lado, los distintos
movimientos reformistas, especialmente en Centroeuropa, generan un escenario de
guerra en el que se ven involucrados los príncipes alemanes contra el emperador
Carlos V y el papado. Serán años convulsos donde el elemento más destacable son
las luchas de religión que asolarán Europa. Al mismo tiempo, el descubrimiento
de América devuelve, sobre la atónita mirada de los europeos, la imagen de un
continente entero que, no sólo no ha oído hablar nunca de Jesucristo, sino que
sigue viviendo en tradiciones religiosas propias, desconocidas para nosotros.
¿Qué consecuencias se van derivando de estos dos acontecimientos? La convicción
de que comienza a emerger un tiempo distinto donde el factor religioso
cristiano, que había sido el aglutinador del desarrollo de Europa en la Edad media, deja paso a un
nuevo orden de cosas. Esta desintegración, de lo que se ha llamado christianitas, alcanza un punto
significativo en el pensamiento de los ilustrados. Para ellos, la religión es
un factor cultural, condicionado por la historia de los diferentes pueblos, que
acaba separando a los hombres. Así pues, pensaban estos ilustrados, se hace
necesario estrenar una nueva morada donde todos los humanos, encontrándose de
acuerdo, puedan construir novedosamente Europa. ¿Cuál es esa nueva casa común
en la que todos nos podemos encontrar amparados? El ejercicio libre de la
razón; una razón que pertenece a la entraña misma de la condición humana. La
revelación es algo particular y no ofrece la posibilidad de ser compartido por
todos los hombres. Los cristianos tienen una revelación, los judíos otra, los
musulmanes una tercera… Sin embargo, la razón es capaz de ofrecernos una moral,
clara y evidente a todos, que sea la base sobre la que construir un nuevo orden
de cosas[9].
I. Kant
podría ser considerado el filósofo ilustrado que opera una reducción ética del
cristianismo, colocándolo dentro de los límites de la mera razón[10]. De
esta forma, el cristianismo será aceptado sólo y en la medida en que ofrezca un
caudal moral que ilumine a los hombres. Por esta razón, no es difícil
comprender que Kant dijera aquello de que “del dogma de la Trinidad , tomado
literalmente, no se puede sacar absolutamente nada para lo práctico”[11]; o
que acabara reduciendo la figura de Jesús de Nazaret a la de un maestro de
moral, que enseñaba una doctrina nueva para guiar la relación de los hombres
unos con otros[12]. En el fondo, el
cristianismo es juzgado por la utilidad que podemos obtener de él. Lo más
significativo de lo que estoy diciendo es que no sólo es una teoría ilustrada,
sino que esta manera de entender las cosas se nos ha “colado” a los cristianos
y condiciona la vivencia de nuestra propia fe[13].
Un ejemplo
más: la campaña de la Iglesia
católica en los medios de comunicación, especialmente en la televisión,
estimulando que los católicos colaboren al sostenimiento de la Iglesia marcando la
casilla de la declaración de la renta. Era interesantísimo analizar cómo dichos
anuncios, en un principio, apuntaban a lo que estoy diciendo. De hecho, en
ellos aparecía de modo exclusivo la dimensión caritativa y asistencial de la Iglesia. Por tanto,
ésta podría ser la conclusión a considerar, hay que ayudar a la Iglesia porque hace el
bien, es decir, porque las religiosas atienden ancianos desamparados en los
asilos, porque hay centros de rehabilitación para los drogadictos, porque
existen misioneros que trabajan en el tercer mundo…
Damos por
supuesto que esto lo tiene que hacer la Iglesia. Pero no es
sólo eso lo que legitima la ayuda en su sostenimiento económico o en su
presencia en la sociedad. También la
Iglesia ora, en ella se perdonan pecados, celebra la
eucaristía, ofrece sentido, se confronta con el misterio, busca a Dios… Con
esto quiero decir que el cristianismo implica una moral, pero no puede quedar
reducido a ella.
Para terminar
la explicación de esta forma de cristianismo frustrado, quiero ofrecer un
pequeño texto del evangelio; concretamente, el del joven rico. En dicho texto
se puede reconocer, de una manera paradigmática, este tipo de anuncio frustrado
de la fe. Dice así:
“Cuando Jesús iba a seguir su viaje,
llegó un hombre corriendo, se puso de rodillas delante de él y le preguntó:
–Maestro bueno, ¿qué debo hacer para
alcanzar la vida eterna?
Jesús le contestó:
– ¿Por qué me llamas bueno? Bueno
solamente hay uno: Dios. Ya sabes los mandamientos: ‘No mates, no cometas adulterio,
no robes, no mientas en perjuicio de nadie ni engañes, y honra a tu padre y a
tu madre.’
El hombre le dijo:
–Maestro, todo eso lo he cumplido
desde joven.
Jesús le miró con afecto y le
contestó:
–Una cosa te falta: ve, vende todo lo
que tienes y dáselo a los pobres. Así tendrás riquezas en el cielo. Luego, ven
y sígueme.
El hombre se afligió al oír esto; se
fue triste, porque era muy rico” (Mc 10, 17-22)
Lo primero que llama la atención de este
relato es que el hombre que se acerca corriendo a Jesús piensa que la vida
eterna es una cuestión que se gana o que se pierde según los méritos de sus
buenas obras. Jesús, en un primer momento, acoge la demanda del hombre y la
referencia a lo más básico de la naturaleza humana, lo mínimo que un hombre tiene
que hacer para poder llamarse hombre: cumplir los mandamientos (eso que dice la
gente cuando va a confesarse: “- Mire usted, yo no he robado ni matado a
nadie”). Este es el primer paso de la pedagogía de Jesús. Y digo primer paso
porque era obvia la respuesta que el hombre iba a dar a Jesús: “Todo lo que me
dices yo ya lo hago”. En este momento, Jesús reconvierte las búsquedas de este
judío e intenta mostrarle que la clave no se encuentra en una moral más o menos
esclarecida, sino en una relación personal: “- La vida eterna soy yo. Si
quieres vida eterna, sígueme a mí”. En el fondo, el cristianismo ético es un
cristianismo sin Cristo, donde se presume que es posible la vivencia de la fe a
fuerza de puños, como un ejercicio voluntarista; en definitiva, se trata de
subrayar lo que yo hago, más que lo que Dios ha hecho por mí. O de otra manera,
el cristianismo ético pasa por alto que sólo es posible ser bueno o hacer el
bien cuando acojo el ofrecimiento previo de gracia que Dios, en su hijo
Jesucristo, por la fuerza del Espíritu, otorga a los hombres.
Sería interesante
analizar, desde este punto de vista, la película estrenada en 2011 con el
título en castellano “Un Dios salvaje”. Este último film de R. Polanski pone el
dedo en la llaga al mostrar, de una manera absolutamente genial, la incapacidad
de la ética o de la moral para transformar de verdad a las personas. Al final,
y este sería la idea de fondo que guía todo el argumento, todos llevamos dentro
un Dios salvaje que, en determinados momentos de nuestra historia,
especialmente en situaciones de conflicto, en las que vemos peligrar nuestros
intereses, hace su aparición de un modo irrefrenable y grosero. En esos
momentos, la moral aprendida, las buenas costumbres o ciertas formas burguesas
de educación se desvelan como simples productos de maquillaje al servicio de
unos determinados usos sociales.
2.2.
¿Qué es el cristianismo estético?
Otra forma
reductiva de lo cristiano, la encontramos en esta segunda derivación. Si el
cristianismo ético se funda en una suerte de voluntarismo frío y seco (lo que
yo tengo que hacer de bueno), el cristianismo estético pone el acento en un
sentimentalismo sensiblero (lo que yo he de sentir). Al final, se trata de una
vivencia de la fe que es decorativa en la propia vida, pero que no acaba de
llegar al centro mismo de nuestro existir. Muchas veces pienso que el
cristianismo es un león fiero que despedaza nuestro ser y reclama la totalidad
de nuestra existencia, para llevarnos hasta donde nunca hubiéramos imaginado.
Y, sin embargo, nosotros lo hemos domesticado y convertido en un lindo gatito
que, en el salón de nuestra casa, no sólo no rompe nada, sino que hasta resulta
decorativo, da un toque de distinción.
En el fondo, esta forma
de vivir lo cristiano es una reacción a la reducción ética del cristianismo y
pone de manifiesto la entrada en una nueva época de la historia; eso que se
está dando en llamar postmodernidad[14].
El cristianismo ético es la forma propia de vivir la fe de los hombres
modernos. Por tanto, se trata de un cristianismo muy racionalista, iconoclasta
y voluntarista. La modernidad descuidaba aspectos que, determinantes del
desarrollo de la personalidad, también pueden ofrecernos criterios de verdad.
Ahora, frente a la razón se reivindica la dignidad de los sentimientos y frente
al voluntarismo se reivindican la valía de los afectos[15].
O de otra manera, la modernidad se definía desde la conocida expresión de
Descartes “pienso, luego existo”. Ahora, el leit
motiv, que podría dar razón del nuevo tiempo postmoderno, sería “siento,
luego existo”[16]. Se
puede leer en los Lineamenta preparatorios
al Sínodo:
Se afirma una
exaltación de la dimensión emotiva en la estructuración de las relaciones y de
los vínculos sociales. Se asiste a una pérdida del valor objetivo de la experiencia
de la reflexión y del pensamiento, reducida, en muchos casos, a un puro lugar
de confirmación del propio modo de sentir[17].
Desde esta
perspectiva, podemos comprender el primado absoluto que tienen los
sentimientos, especialmente en las generaciones más jóvenes. Cuando, por
motivos de ejercicio del ministerio, el sacerdote intenta mediar en conflictos
matrimoniales, queda muchas veces sorprendido ante una frase que se suele oír y
que posee un valor categórico: “Es que… ya no siento nada”. El sentir o no
sentir ofrece la medida de la verdad de las cosas porque vivimos en una grosera
identificación entre mi yo más profundo y lo que alcanzo a sentir. Cuesta
trabajo percibir lo que va más allá de la inmediatez de lo sensible.
¿Cuál es la
consecuencia fundamental que se deriva de este tránsito desde el homo sapiens al homo sentimentalis?[18] Un
hombre fragmentado, escindido, roto… que responde a muchas lógicas distintas,
incluso contradictorias, al mismo tiempo y sin ninguna percepción de
dramatismo. En efecto, cuando el criterio rector de la vida son los
sentimientos, es fácil comprender que se instale en el suelo mismo de la
existencia una cierta tendencia a la esquizofrenia. Y ello porque los
sentimientos son cambiantes, volubles, similares a una veleta que es movida al
capricho del viento. De hecho, ¿quién no ha sentido alguna vez que el tránsito
del amor al odio está separado por una débil barrera?
Por tanto, si se
desdibujan las razones fuertes que pueden engendrar el reclamo de una ética de
alcance global, si se pierde la exigencia de una voluntad que pretende cambiar
y transformar la realidad, si no existe una visión global del significado y el
sentido de la historia de los hombres… es lógico pensar que el cristianismo
postmoderno sea un producto que, amasado en la lógica de los sentimientos, de
la percepción sensible… tenga una especial querencia por la estética. De hecho,
no es difícil percibir la vuelta de ciertas formas de cristianismo que tienen
mucho de ritualismo y de esteticismo. En definitiva, un cristianismo
escenográfico.
En este sentido,
sin afán de hacer juicios y sólo con un interés de descripción de la realidad,
podríamos referirnos a las cofradías, como un fenómeno específico de nuestra
tierra andaluza. Un dato que llama poderosamente la atención es la capacidad de
convocatoria que las distintas hermandades poseen, especialmente en el sector
de los jóvenes. Sin lugar a dudas, y esto debería hacer pensar y mucho a los
que estamos en las lindes del trabajo pastoral, la “estética” cofrade ofrece un
punto de conexión con la sensibilidad del joven actual. Punto de conexión que
muchas veces falta a la dinámica evangelizadora de parroquias y movimientos. Es
interesante constatar cómo los distintos elementos que se concitan en la Semana Santa andaluza
consiguen provocar una percepción sensible de los misterios de la pasión y
muerte de Jesús, amasada en los sentimientos y en los afectos. Así pues, es
importante constatar la relevancia de los sentidos en el escenario cuaresmal.
En efecto, se puede ver la estética de las imágenes; oír las marchas de
procesión, que crean un espacio singular y propio de una época concreta del
año; tocar, en la medida en que el costalero puede sentir en su hombro las
pesadas andas; oler en la calle una policromía de aromas propios de esa época
del año; e incluso gustar una serie de platos y de gastronomía especial de
Semana Santa.
Ahora bien, y
esto es francamente desconcertante, la intensidad de los sentimientos,
indudablemente referidos a la fe, conviven, sin dramatismo ni tensión, con una
más que carente identificación con el credo de la Iglesia , una falta de
asimilación de la moral católica o una ausencia significativa de práctica
sacramental (especialmente la participación en la eucaristía dominical).
Esta derivación
estética de lo cristiano también tiene su plasmación en grupos juveniles, tanto
parroquiales como pertenecientes a movimientos. En ellos la estética adquiere
formas contrastantes a las que acabamos de referirnos, pero podemos percibir
una dinámica muy similar. En los grupos de jóvenes se valora la creación de
atmósferas propicias a la oración, donde los elementos estéticos juegan un
importante papel: luz tenue, una vela encendida en el centro, mantas y cojines
tirados al suelo, una guitarra, determinados textos de carácter intimista…
Ahora bien, no deja de ser inquietante que los propios jóvenes realicen una
palmaria identificación entre lo que han sentido y la presencia de Dios. Así
pues, si en el rato de oración ha existido un momento de intensidad sensible se
concluye, sin más dilación, la existencia de una experiencia de Dios. Si por el
contrario, el rato de oración ha estado presidido por la sequedad o la carencia
de impulsos emotivos se concluye la ausencia de Dios. De esta manera, la
intensidad de mis sentimientos da la medida exacta del advenimiento de Dios a
nosotros.
También aquí me
gustaría traer a la memoria un texto evangélico que oriente este cristianismo
fallido. Venía a mi mente la figura de Herodes Antipas, y el texto es el que
sigue:
Al oír esto, Pilato preguntó si Jesús
era de Galilea. Y al saber que, en efecto, lo era, se lo envió a Herodes, el
gobernador de Galilea, que por aquellos días se encontraba también en
Jerusalén. Al ver a Jesús, Herodes se alegró mucho, porque ya hacía bastante tiempo
que quería conocerle, pues había oído hablar de él y esperaba verle hacer algún
milagro. Le preguntó muchas cosas, pero Jesús no
le contestó nada. También estaban allí los jefes de los sacerdotes y los
maestros de la ley, que le acusaban con gran insistencia. Entonces Herodes y
sus soldados le trataron con desprecio, y para burlarse de él le pusieron un
espléndido manto real. Luego Herodes se lo envió nuevamente a Pilato. Aquel día se hicieron amigos Pilato y Herodes,
que hasta entonces habían sido enemigos” (Lc 23, 6-12)
La curiosidad de
Herodes con respecto a Jesús se funda en una intención meramente externa,
sensible; podríamos decir que Herodes espera de Jesús una cierta
espectacularidad. De hecho, Herodes se encuentra con su corte en Jerusalén y aguarda
encontrar en Jesús un entretenimiento que satisfaga el desinteresado deseo de
los suyos: “¡Haznos algún milagro!”. La presencia de Jesús puede ser el reclamo
de una cierta estética que entretenga a Herodes y a los suyos. Además, la
constatación de la presencia de alguien divino sólo será sancionada en la
medida en que acontezca algo sensible y aparente que pueda ser captado por los
sentidos: “Si nos haces un milagro, si satisfaces nuestra percepción sensible…
entonces concluiremos que Dios está contigo”.
Me gustaría
cerrar este apartado de la misma manera que lo hacía con el anterior: el
cristianismo implica una estética, pero no puede ser identificado sin más con
ella. Además, sería interesante caer en la cuenta de la especificidad de la
estética cristiana como estética de la trasgresión. En efecto, si para el mundo
griego la belleza era definida como la perfección de la forma, para el
emergente movimiento de los seguidores de Cristo, la belleza siempre se definió
como la plenitud del amor entregado. Por esta razón, el momento cumbre de la
estética cristiana lo encontramos en algo feo: un hombre crucificado en la Jerusalén del año 30.
Este reclamo de belleza supuso un choque y una trasgresión de los moldes
estéticos al uso en el universo greco-romano[19]. De
hecho, durante mucho tiempo pareció de mal gusto la representación de un
crucificado como obra de arte. Sin embargo, esta estética de la trasgresión
acabó imponiéndose y mostrando la fecundidad de la visión cristiana de lo
bello. La belleza no se encuentra en formas perfectas o en cánones matemáticos
que hay que materializar. Para el cristianismo, sólo la lógica de la gratuidad
del amor posee un potencial de belleza que embelesa y atrae al hombre, que
reclama la vida y se muestra trasgresor frente a los poderes dominantes de este
mundo.
2.3.
¿Qué es el cristianismo dietético?
En el escenario
de la postmodernidad se habla también de un retorno de Dios y de una vuelta de
lo sagrado[20]. De hecho, y tal como
venimos apuntando, esto tiene su cierta lógica. Si la postmodernidad viene
definida como el desencanto ante la razón, y el racionalismo estaba ciego para
percibir la irrupción del misterio, ahora se impone una lógica más cordial y,
por tanto, más connatural para con lo “santo”. Este reclamo del sentimiento nos
recuerda aquella conocida frase de B. Pascal: “El corazón tiene razones que la
razón no comprende”. Entre estas razones del corazón parece existir un sitio
para Dios.
Ahora bien, este
Dios postmoderno no puede ser muy exigente, no puede reclamar exclusividad para
sí, no puede entrar en competencia con otros ídolos, no puede mostrarse
intolerante… Y ello porque, tal como hemos dicho, el hombre postmoderno es el
individuo del fragmento, que responde al reclamo de lógicas múltiples y
contradictorias, sin ningún sentimiento de malestar.
Esto lo podemos
ver especialmente reflejado en nuestro actual contexto globalizado; eso que los
especialistas llaman la aldea global. Si tan solo hace unas décadas la
existencia de otras tradiciones religiosas era algo que quedaba a desmano,
lejos de nuestros centros de referencia, ahora la multi-culturalidad y lo
pluri-religioso se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Si tan solo
hace unos años el budismo, por poner tan sólo un ejemplo, era considerado algo
exótico, ahora, en cualquier calle de nuestras ciudades, se puede encontrar un
centro de meditación yoga o de práctica de zen. ¿Cuál es la consecuencia más
palmaria de este escenario interreligioso y pluricultural? Una evidente
tendencia al relativismo que, no por casualidad, conecta perfectamente con el
modo de ser propio del hombre postmoderno y su despreocupación por la pregunta
acerca de la verdad. Podemos leer en los Lineamenta
preparatorios del Sínodo de los obispos:
Este fenómeno migratorio provoca un
encuentro y una mezcla de culturas que nuestras sociedades no conocían desde
hacía siglos. Se están produciendo formas de desintegración y desmoronamiento
de los puntos de referencia fundamentales de la vida, de los valores por los
cuales comprometerse, de los mismos vínculos a través de los cuales cada
individuo estructura la propia identidad y tiene acceso al sentido de la vida.
El resultado cultural de estos procesos es un clima de extrema inconsistencia y
‘liquidez’, dentro del cual hay siempre menos espacio para las grandes
tradiciones, incluidas las religiosas, cuya función es estructurar de manera
objetiva el sentido de la historia y la identidad de los sujetos[21].
Nuestros
contemporáneos se cuestionan: ¿por qué Cristo y no Buda, o Mahoma, o Chrisna?
De esta manera, encontramos un cristianismo dietético que se construye a la
carta; a la manera de un menú degustación donde es posible integrar elementos
tomados de distintas tradiciones religiosas. Así pues, la pretensión de que
Jesucristo sea el único salvador de los hombres es vivida como una agresión a
la tolerancia que, el postmoderno, esgrime como una de sus mayores virtudes.
Habría que preguntarse, ¿tolerancia o indiferencia?
Esta forma de
cristianismo dietético realiza una reivindicación explícita de la espiritualidad.
En el cristianismo de los años setenta y ochenta, la espiritualidad quedaba un
tanto denostada porque la vida cristiana era vivida como proyecto trasformador
de la sociedad. Una frase ingenua, que podría resumir esto, sería: “tenemos que
construir el Reino”. En la década de los noventa, y fundamentalmente en el
comienzo del año dos mil, los centros de referencia van cambiando y, ante una
desencantada sociedad, incrédula frente a cualquier proyecto utópico y político
movilizador de las masas, se va a ir buscando un cristianismo mucho más
intimista, mucho más espiritual; en definitiva, el cristianismo de la
“autoayuda”.
Si analizamos con
detención las estanterías de cualquier librería de nuestras ciudades, nos
daremos cuenta de una nueva sección, que no existía décadas atrás, y que ocupa
cada vez más espacio: los libros de autoayuda. Cuando los proyectos ideológicos
y utópicos, que antaño creaban entusiastas adhesiones, se encuentran ahora
fracasados, oliendo a desengaño, las gentes de nuestras sociedades han
abandonado el referente comunitario y se han centrado en un proyecto individual
de sanación. Ahora la clave no es construir la sociedad sin clases o parir la
dictadura del proletariado, sino la búsqueda imparable del equilibrio interior,
de la paz íntima del corazón, del bienestar del espíritu… De esta manera, están
creciendo de modo significativo todo tipo de ofertas que, inspirándose en
técnicas meditativas orientales (yoga, tantra, zen, vipassana…), prometen un
paraíso de bienestar interior. No es extraño ver a gente que deambula de curso
en curso esperando ver sanada su herida básica, su conflicto con el padre o la
madre, su vacío existencial o su falta de armonía interna. En el fondo de este
reclamo de bienestar, muchas veces se percibe un centramiento narcisista en el
propio yo, que puede encerrar al individuo en la isla de su propio egoísmo[22].
Así pues,
nuestras sociedades modernas han creado una suerte de neurosis de la salud y
del bienestar que genera un verdadero culto al cuerpo. Así pues, la belleza, la
eterna juventud, la búsqueda ansiosa de la ausencia de enfermedades… se han
convertido en valores absolutos que conviene alcanzar a toda costa. En estas
nuevas propuestas de espiritualidad, el cuerpo tiene un lugar reconocido que
requiere la práctica de ejercicio y, por supuesto, una dieta sana. Por esta
razón, están emergiendo todo tipo de técnicas ancestrales de curación y
sanación, donde una correcta alimentación tiene un papel determinante (por
ejemplo, la naturopatía o la medicina ayurvédica).
En este sentido,
encontramos determinadas formas de vivencia de lo cristiano que podrían
inscribirse en esta categoría de la autoayuda, del cristianismo dietético,
construido a la carta, reducido a menú degustación. El concepto de “auto” es ya
lo suficientemente elocuente como para destacar una cierta confusión de planos
donde, la absoluta trascendencia de Dios, se ve confundida con la inmanencia de
un interior pacificado y en bienestar. Podemos observar formas de cristianismo
que se han “contagiado”, de una manera ciertamente reductiva y selectiva, de
las religiones orientales. En efecto, ¿cuál podría considerarse el elemento
definitorio de las grandes religiones orientales? Simplificando mucho,
podríamos hablar de religiones de la inmanencia. Esto quiere decir que Dios no
es considerado como un Ser personal trascendente y distinto al mundo, sino como
la manifestación de todo cuanto existe. Así, en estas tradiciones orientales no
existe el concepto de creación y todas las cosas tienden a identificarse con lo
divino. Al mismo tiempo, el concepto de un Dios personal desaparece, ya que
todo lo personal tiene el peso de la apariencia, de la transitoriedad, del
engaño y, por tanto, lo personal está llamado a fundirse con el todo cósmico
del universo. O de otra manera, se genera una forma de espiritualidad sin Dios,
sin la presencia de Jesucristo como mediador absoluto entre Dios y los hombres,
y sin prójimo[23].
Por ello, una
forma de vivencia de la espiritualidad así, puede correr el riesgo de un cierto
desentendimiento indolente del sufrimiento del mundo; tendencia que concuerda
con una postmodernidad insensible a los grandes relatos y a cualquier proyecto
de transformación de la realidad. La clave fundamental consistiría en la
extinción del dolor y del sufrimiento en el corazón del hombre. ¿Dónde se
encuentra la palanca que moviliza el dolor en los hombres? En el deseo. Por
tanto, estas espiritualidades tienden a una disolución de todo deseo, mediante
el ejercicio de una meditación sin objeto, en la que el individuo descubre la
inconsistencia de sus apegos y la apariencia que los sustenta. Estos
ingredientes, acríticamente asumidos, pueden generar formas espirituales
tremendamente egocéntricas y descomprometidas del mundo.
También aquí
quiero traer a colación un texto evangélico que ilustre simbólicamente lo que
estoy diciendo. Se trata del relato de la curación de los diez leprosos. Dice
así:
En su camino a
Jerusalén, pasó Jesús entre las regiones de Samaria y Galilea. Al llegar a cierta aldea le salieron al
encuentro diez hombres enfermos de lepra, que
desde lejos gritaban:
– ¡Jesús,
Maestro, ten compasión de nosotros!
Al verlos,
Jesús les dijo:
–Id a
presentaros a los sacerdotes.
Mientras iban,
quedaron limpios de su enfermedad. Uno
de ellos, al verse sanado, regresó alabando a Dios a grandes voces, y se
inclinó hasta el suelo ante Jesús para darle las gracias. Este hombre era de
Samaria. Jesús dijo:
–¿Acaso no son
diez los que quedaron limpios de su enfermedad? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Únicamente este extranjero ha vuelto para
alabar a Dios?
Y dijo al
hombre:
–Levántate y
vete. Por tu fe has sido sanado (Lc 17, 11-19).
Lo verdaderamente
significativo de este texto es percibir cómo Jesús realiza diez curaciones,
pero tan sólo un milagro. En efecto, el milagro acontece cuando existe una
mirada de fe que es capaz de reconocer a Jesucristo como señor y dador de vida.
De aquellos diez leprosos sanados, tan sólo uno, consciente de su finitud y
menesterosidad, deshace el camino para alabar a aquél que ha posibilitado el
milagro de una piel limpia, de un cuerpo decoroso. La clave fundamental del
cristianismo no se encuentra en el prefijo “auto”; es decir, el cristiano no es
el artífice de una suerte de “autosalvación”, sino el que en todo momento, y
gracias a su mirada de fe, es capaz de reconocerse a sí mismo como creatura y
sólo a Dios como al único capaz de salvación y de redención.
3.
Cristianismos
logrados
En este apartado
no pretendo hacer un retrato de un cristianismo logrado, como si sólo fuera
posible una única declinación del mismo. De ahí el título en plural. O de otra
manera, existe una legítima pluralidad de formas de encarnar y vivir la
integridad de lo cristiano que, de hecho, ha tildado de una policromía muy
bella la historia de nuestra fe. Sin embargo, sí me gustaría apuntar lo que
considero los elementos irrenunciables a los que deben atender esas legítimas
explicitaciones del cristianismo.
Para ello, voy a
tener en cuenta dos momentos diferenciables, aunque no separables: esencia y
existencia. En efecto, por esencia entiendo la determinación objetiva de lo
cristiano, el propio misterio de Dios manifestado en el rostro humano de
Cristo. Ahora bien, esa esencia, en su determinación objetiva, está destinada a
hacerse vida en nosotros; la esencia del cristianismo tiene que transformarse
en existencia del cristiano. Por esta razón, y en un segundo momento, trataré
de la determinación subjetiva de lo cristiano que, se hace posible en nosotros,
gracias a la acción del Espíritu Santo.
Este esquema
puede colegirse de un modo espontáneo de la propia estructura de los Lineamenta de preparación al Sínodo.
Después de analizar la realidad a la que tiene que hacer frente el reto de una
nueva evangelización, el documento nos ofrece dos capítulos que, a mi juicio,
responden a la determinación objetiva y subjetiva del cristianismo. Así, el
segundo capítulo lleva por título “Proclamar el evangelio de Jesucristo” y el
tercer capítulo “Iniciar a la experiencia cristiana”. En definitiva, el proceso
evangelizador llega a su cumbre cuando ayuda a “entrar en una relación viva con
Cristo y con el Padre”[24]
gracias a la actuación del Espíritu Santo en nosotros.
3.1.
La
determinación objetiva de lo cristiano: significación escatológica de la
persona de Jesucristo
Toda declinación
plenamente conseguida de lo cristiano debe fundarse en la significación
escatológica de la figura de Jesús. El concepto “escatología” es entendido aquí
como la convicción, fundada en la fe, de que el todo de Dios ha acontecido en
un fragmento de nuestra historia; concretamente, en la persona de un judío del
siglo I llamado Jesús de Nazaret. O también, por escatología entendemos un
misterio de “definitividad” que atraviesa la vida entera de este profeta
galileo y que alcanza su cifra más alta en el “Yo soy” de los evangelios. En
efecto, Jesús se presenta ante sus contemporáneos como la Persona en la que acontece
la llamada última y definitiva de Dios a los hombres. La escatología, por
tanto, es la irrupción de la eternidad en el tiempo. La definitividad de Dios
se ha hecho historia de un hombre[25]. Por
eso, el conjunto del mensaje de Jesús podría ser sintetizado como sigue: “la
causa de Dios está unida de modo absoluto a su propia persona”[26]. De
hecho, la razón histórica de la condena a muerte de Jesús tiene, en esta
blasfema pretensión, su raíz última. Su muerte, “por todos los hombres para el
perdón de los pecados” (cfr. Mt 26,28), se ha de comprender desde aquí. Y su
resurrección, por la cual Dios lo ha sentado a la derecha de su poder, alcanza,
de igual modo, legitimidad y consistencia desde este peso escatológico de lo
cristiano.
Éste es el
escándalo al cual, el cristianismo, no puede renunciar. A este respecto, afirma
Balthasar: “Ser cristiano sólo tiene sentido si se conserva el peso escatológico
determinante de la acción de Dios en Jesucristo; sería sin embargo absurdo si
tal peso fuese relativizado y si otra instancia fuese igual o superior a él”[27].
Este peso
escatológico de la persona de Jesús es el dato fundante de todo el testimonio
neotestamentario. Si tuviéramos que individuar el hilo de oro que unifica los
veintisiete escritos que conforman el canon del Nuevo Testamento, habría que
apuntar ahí: ¿qué relación tiene el Dios vivo y verdadero con este judío, y qué
relación, de este judío con Dios, sostiene su pretensión? En este sentido, el
binomio Dios y Jesús es la clave de bóveda que da unidad y armonía a todo el
conjunto.
En efecto, el
Jesús de los evangelios hizo de Dios el centro de su vida y de su mensaje[28].
Jesús nos dice de Dios que es Padre. Es interesante hacer notar que, aunque la
expresión “Padre” puede encontrarse en algunos textos del Antiguo Testamento,
sin embargo no es, en absoluto, el apelativo más usado para hablar de Dios.
Además, en Jesús de Nazaret, este uso encuentra una doble característica que es
interesante clarificar para percibir la originalidad de la relación de Jesús
con Dios.
En primer
lugar, Jesús tiene la osadía de dirigirse a Dios en vocativo; es decir, Jesús
se dirige a Dios llamándolo Padre de un modo inmediato y directo: “Te doy gracias, Padre,
Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha
parecido mejor” (Mt 11,25); “Quitaron la piedra, y Jesús, mirando
al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo
sé que siempre me escuchas, pero digo esto por el bien de los que están aquí,
para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,41s.). Jesús invoca, llama, nombra
a Dios como Padre suyo de una manera que resultó escandalosa a las autoridades
religiosas de su tiempo. De hecho, la relación con el Dios de Israel en tiempos
de Jesús estaba marcada por una significativa trascendencia y distancia. Es muy
difícil encontrar textos de la tradición judía donde el apelativo Padre,
aplicado a Dios, no esté envuelto en un uso colectivo y en una enunciación de
tercera persona: “Dios, que habita en su santo
templo, es padre de
los huérfanos y defensor de las viudas” (Sal 68,5); “¿Acaso no tenemos todos un
mismo Padre, que es
el Dios que a todos nos ha creado?” (Mal 2,10).
En segundo
lugar, la palabra concreta que usa Jesús al pronunciar el apelativo “Padre”
aplicado a Dios es Abbá[29]. Esto es muy interesante porque Abbá es una palabra tomada del arameo,
es decir, Jesús se dirige a Dios usando el lenguaje cotidiano de la vida y no
un lenguaje sagrado y litúrgico como el hebreo. Abbá era la primera palabra que balbuceaba un niño pequeño para
dirigirse a su padre de la tierra. Por esto, podemos traducir Abbá como papá. Si somos capaces de
trascender la materialidad de las palabras, podremos percibir que lo que está
en juego es una forma de relación única.
En efecto,
Jesús no sólo se limita a decirnos cómo es Dios, sino que diciéndolo a Él, se
nos está diciendo a sí mismo. Y, ¿qué es concretamente lo que afirma Jesús de
sí mismo al llamar a Dios Abbá? Que
Él es “el Hijo”. Jesús hace gala de una relación de inmediatez y cercanía con
Dios que lo hace estar en condiciones de erigirse en el intérprete último y
definitivo de la voluntad de Dios para nuestro mundo. Jesús no es uno más de
los muchos profetas que jalonan la historia de la salvación. Su forma de hablar
de Dios, las acciones con las que hacía presente a su Abbá en medio de los hombres, su peculiar modo de oración… ponen de
manifiesto una autoridad en Jesús que ya escandalizó, y mucho, a sus
contemporáneos: “Y le preguntaron: –¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado esa autoridad?”
(Lc 20,2). No estaba en juego simplemente la veracidad de un mensaje, sino la
persona misma del mensajero: “¿No es este el carpintero, el hijo de María y
hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no viven sus hermanas también
aquí, entre nosotros? Y no quisieron hacerle caso” (Mc
6,3). En definitiva, el reproche que late de fondo y que pone en duda la
credibilidad misma de Jesús, podría formularse así: ¿Quién te crees que eres tú
para decirnos cómo es Dios? De hecho, Jesús diferencia la universal invitación
a llamar a Dios Padre, con el uso exclusivo que Él hace del término al decir
“Mi Padre”: “No todos los que me dicen ‘Señor, Señor’ entrarán en el reino de
los cielos, sino sólo los que hacen la voluntad de mi
Padre celestial” (Mt 7,21); “Si alguien se declara
a favor mío delante de los hombres, también yo me declararé a favor suyo
delante de mi Padre
que está en el cielo” (Mt 10,32); “Jesús les contestó: –¿Por qué me buscabais?
¿No sabéis que tengo que ocuparme en las cosas de mi
Padre” (Lc 2,49). En efecto, el apelativo Padre
nunca es usado por Jesús en primera persona del plural (“nuestro Padre”), sino
de una manera diferenciada, que pone de manifiesto cómo sólo es posible acceder
al Padre por medio del que se manifiesta a sí mismo como el Hijo. O de otra
manera, en la persona de Jesús acontece algo último y definitivo que supone un
salto de nivel con respecto a la historia de la salvación vivida por el pueblo
de Israel. Así, en la persona de Jesús de Nazaret, mensaje y mensajero se
identifican.
Por esta razón,
y en síntesis, podríamos decir que el peso escatológico de la persona de Jesús
se cifra en el “por mí” de los evangelios. Esto es algo verdaderamente
definitorio de lo cristiano; concretamente, caer en la cuenta de que la
relación con Él se presenta como un absoluto, condición de posibilidad de mi
propia salvación, es decir, la condición del ganarme o perderme como persona:
“Dichosos vosotros, cuando la gente os insulte y os maltrate, y cuando por
causa mía digan contra vosotros toda clase de mentiras” (Mt 5,11); “…y hasta os
conducirán ante gobernadores y reyes por causa mía; así podréis dar testimonio
de mí ante ellos y ante los paganos” (Mt 10,18); “Porque el que quiera salvar
su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía y del evangelio,
la salvará” (Mc 8,35); “El que os escucha a vosotros me escucha a mí, y el que
os rechaza a vosotros me rechaza a mí; y el que a mí me rechaza, rechaza al que
me envió” (Lc 10,16). A este respecto, comenta R. Guardini: “No se dice, pues,
‘por la salvación’, ‘por la verdad’, ‘por Dios’, ni siquiera ‘por el Padre’,
todo lo cual parecería natural dentro del sentido general del mensaje de Jesús,
sino que el motivo vivo en el comportamiento religioso cristiano es Jesús
mismo”[30].
En este sentido, es interesante traer a
colación un texto de Benedicto XVI, ya presente en la obertura de su primera
encíclica Deus caritas est, también
citado en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini 11 y, de nuevo, recogido en los Lineamenta que nos ocupan: “No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona, que da un horizonte nuevo a la vida y, con ello, una
orientación decisiva”[31]. De
esta manera, el acontecimiento Cristo se constituye en la clave de bóveda de
toda realización de lo cristiano que quiera responder a su verdad total. Aquí
encontramos el elemento diferenciador que, de modo nítido, dibuja la identidad
del cristianismo. En palabras de Balthasar:
Podemos resumir el cristianismo en
una de esas expresiones en primera persona, que probablemente no fueron
pronunciadas por Jesús mismo, pero en las que fue concentrado cuanto de más
desafiante él dijo en su existencia: “Yo soy el camino…”. También Buda y Mahoma
podrían haber dicho que eran el camino hacia una verdad desconocida gracias a
una revelación particular y por ello podían enseñarla a los demás. Pero después
sigue: “Yo soy la verdad”. Es indiferente qué concepto de verdad queramos
aplicar aquí, si el veterotestamentario y semítico o el concepto griego. Aquí
se habla de algo que es superior a las verdades particulares del universo, que
es más comprensivo que todas las afirmaciones de verdad que se puedan hacer
sobre la realidad del mundo entero, algo que abarca todas las verdades posibles
y de donde éstas extraen la propia verdad específica […] Pero al añadir “Yo soy
la vida”, supera cualquier declaración precedente. Se trata de una vida por
excelencia, no del limitado principio vital que anima a todos los vivientes,
sino de su inagotable y sublime fuente divina, a la que llama también a veces luz
– la luz de vida que según Platón y posteriormente Fichte brilla más allá de la
zona del ser y de la verdad - , la meta que espera al fin de todo camino, la
felicidad que apaga toda sed de sabiduría[32].
Este
es el desafío “que raya con el absurdo porque ha sido lanzado por un solo
hombre”[33] y
que se sustenta en la pretensión escatológica de Jesús de Nazaret. Sigue
afirmando Balthasar:
Así como para la mentalidad griega es
simplemente ridículo que un producto de la naturaleza inabarcable pretenda
identificarse con el seno que lo ha engendrado, y para el pensamiento judío es
todavía más desatinado que una criatura se atribuya las propiedades del creador
del mundo y del Señor de la alianza con Israel, así para una imagen del mundo
moderna y evolucionista, de cualquier tendencia que sea, es sencillamente
absurdo que una pequeña onda se quiera identificar con la propia corriente
inmensa, que ha fluido antes de ella durante millones de años y después de ella
ha continuado imperturbable su curso. Es absurdo, por tanto, que precisamente
en el momento en que la humanidad entra en la época de su propia maduración y
de la libre programación del futuro, un hombre afirme encerrar en sí todo el
futuro imprevisible, la plenitud de los tiempos y el fin de éstos[34].
En el fondo,
estamos poniendo de manifiesto la existencia de un prejuicio que ha permeado
ciertas expresiones de lo cristiano y que tendría su fuente en una teología de
corte liberal. Aludimos a esta teología liberal no sólo por la influencia que
ha tenido en el conjunto del siglo XX, sino por la actualidad que parece
mantener en otras corrientes recientes de pensamiento a propósito de la figura
histórica de Jesús de Nazaret. Concretamente, estamos aludiendo a la escuela
norteamericana, de investigación histórica sobre el judío Jesús, conocida como Jesus Seminar. Su obra más
significativa, Los cinco evangelios[35], aparece como una recuperación de los
dichos históricos de Jesús donde parece pervivir los postulados más
significativos de la teología liberal, a la que hemos aludido.
La teología
liberal, del siglo XIX y de primera mitad del siglo XX, pretendiendo pensar la
fe en contexto moderno, acababa desnaturalizando la verdad misma del
cristianismo[36]. Y ello porque asumía un
prejuicio propio de la razón moderna: la eternidad no puede mediarse en el
tiempo, lo absoluto no acaece en el escenario de lo contingente, un judío de la Palestina del siglo
primero no puede ser la manifestación plena de Dios a los hombres[37]. Las
consecuencias que se derivaron de aceptar un prejuicio de tal calibre fueron
fundamentalmente dos, reflejadas ya en el conjunto de esta reflexión. La
primera, la diferenciación fundamental entre mensaje y mensajero. Así es, Jesús
habría sido un maestro egregio de la época, con unas dotes maravillosas para la
comunicación y una alta significación humana para sus discípulos, pero nunca
habría tenido la pretensión de que su persona fuera parte constitutiva del
mensaje mismo. Su doctrina consistió en poner rostro de Padre a Dios y en
invitar a los hombres a participar de su Reino. Él fue simplemente el guía que
conducía a todos los hombres a una meta común. Todos, en definitiva, podemos
ser Cristo[38]. La segunda consecuencia
derivada del prejuicio fue, para esta teología liberal, la plasmación de un
cristianismo sin ningún potencial escatológico. En efecto, negada a Dios la
posibilidad de decirse en el tiempo, el mensaje de Jesús queda reducido a una
simple explanación de carácter ético y moral: desarrollar en la propia
existencia el género de vida que le es propio al que considera a Dios el Padre
de todos los hombres e invita a entrar en el Reino de los hijos.
En síntesis, la
determinación objetiva de lo cristiano apunta a la aparición de una presencia
en medio de los hombres que reclama para sí una contundente pretensión de
definitividad. Dios se manifiesta de modo absoluto en este judío.
3.2.
La
determinación subjetiva de lo cristiano: la persona del Espíritu Santo en su
misión actualizadora
Hasta aquí he
presentado la determinación objetiva de lo cristiano, definitiva para cualquier
realización integral del mismo. Pero es necesario completar esta reflexión
apelando a la determinación subjetiva. Como ya he afirmado, podría decirse que
la esencia del cristianismo sólo llega a su cumbre cuando se convierte en
existencia del cristiano; es decir, se hace necesario un paso de la esencia a
la existencia[39]. En efecto, “el
cristianismo sólo es verdad completa si llega a la subjetividad, historicidad y
personalización individual”[40]. Es
lo que los Lineamenta llama, en el
tercer capítulo, “Iniciar a la experiencia cristiana” y que, en el conjunto de
la tradición eclesial, especialmente en las Iglesias orientales, se ha conocido
como “mistagogía”. Si tuviéramos que formularlo a la manera de preguntas, éstas
serían: ¿cómo se puede hacer existencia vivida esta eternidad que preña el
tiempo y que vemos cumplida en la vida, pretensión, muerte y resurrección de
Jesucristo?, ¿cómo se da el paso de la esencia del cristianismo a la existencia
del cristiano?, ¿de qué forma se hace vida en nosotros la misma vida de Cristo
y la posibilidad de entrar en relación con el Padre?
Podría
responderse a estas preguntas de modo retórico: ¿recordando los acontecimientos
de su existencia?, ¿estudiando su vida?, ¿comprendiendo su mensaje?,
¿reverenciando su causa?, ¿imitando su ejemplo?, ¿celebrando un culto
“específicamente” cristiano?, o incluso ¿amando su persona? Es interesante caer
en la cuenta de que, por estos caminos, se abre un abismo insalvable entre
Cristo y nosotros. En la lógica del Nuevo Testamento, la única manera de pasar
de la esencia de lo cristiano a la vivencia del mismo es la fe. Ahora bien, un
acto de fe que no ha de considerarse como una realidad psicológica o ética,
sino como un verdadero “nacer de nuevo” (Jn 3,3). De hecho, no es extraño que,
especialmente en la teología paulina, la fe esté relacionada, de modo
absolutamente íntimo, con el bautismo: “Al ser bautizados, fuisteis sepultados
con Cristo y resucitados con él, porque creísteis en el poder de Dios, que le
resucitó. En otro tiempo estabais muertos espiritualmente a causa de vuestros
pecados y por no haber sido circuncidados; pero ahora Dios os ha dado vida
juntamente con Cristo, en quien nos ha perdonado todos los pecados” (Col
2,12s.). En efecto, la fe se convierte en una realidad, otorgada por el
Espíritu Santo, que posibilita hacer vida en nosotros la misma vida de Cristo,
como real participación de su ser. Afirma R. Guardini:
“Fe” no significa, pues, algo
psicológico, ni una simple forma de conciencia, sino un estar-referido y
estar-vinculado de naturaleza real. Creer, ser renovado y sellado por el
bautismo, significa un proceso por el cual el hombre entra en la inexistencia
alternativa pneumática con el Redentor eterno-real; un proceso por el cual
recibe la figura, la acción, la pasión, la muerte y la resurrección del
Redentor como forma y contenido de una nueva existencia[41].
La salvación
obrada por Cristo, en obediencia a la voluntad del Padre, se hace real en
nosotros, los creyentes de todos los tiempos, como obra propia del Espíritu
Santo. Así, nuestra relación con Cristo ha de entenderse como una verdadera
inclusión en su misma vida, como real vinculación y participación de su ser. De
hecho, “la frase se ha repetido a lo largo de la historia desde Orígenes en la Patrística y los
místicos del Rhin hasta nuestros días: ¿Qué me aprovecharía a mí que Jesús
naciera en Belén si no nace en mí?”[42].
Por tanto, es
misión del Espíritu Santo propiciar en el cristiano una verdadera participación
en el evento histórico “Cristo” por medio de una actualización del mismo. Esta
actualización acerca el misterio a nuestro “aquí” y “ahora”, abriendo la puerta
a una real inclusión en este género de vida nueva: “Hijitos míos, otra vez sufro dolores por vosotros, como los
dolores de parto de una madre. Y seguiré sufriéndolos hasta que Cristo se forme
en vosotros” (Gal 4,19). En definitiva, lo que propicia el envío del Espíritu
Santo a nosotros es la creación de un orden nuevo de relaciones que recrean la
realidad toda. Cuando hablamos de las “misiones” de las personas divinas o de
su “envío” a nosotros, el lenguaje nos puede traicionar. Dios no envía en el
sentido en que estuviera en un lugar y, desde allí, ofrece al mundo. O el
Espíritu no desciende como si se tratara de un movimiento espacial. Enviar es
justamente eso: crear órdenes nuevos de relaciones; o también, incluir e
incorporar a la misma vida trinitaria.
Desde este punto de vista, la
evangelización llega a su culmen cuando se hacen efectivas “relaciones” selladas por el don de la
“filiación” con Dios Padre y el don de la “fraternidad” con todos los hombres y
mujeres de nuestro mundo. El apóstol Pablo articula, de un modo impecable, la
determinación objetiva y subjetiva de lo cristiano, mostrando cómo el
acontecimiento trinitario de la encarnación del Hijo genera, por la fuerza del
Espíritu en nosotros, un universo de relaciones, por las que podemos llamar a
Dios Padre: “Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo,
que nació de una
mujer, sometido a la ley de Moisés, para
dar libertad a los que estábamos bajo esa ley, para que Dios nos
recibiera como a hijos. Y para mostrar que ya somos sus hijos,
Dios envió el
Espíritu de su Hijo a nuestro corazón; y el Espíritu grita: “¡Abbá! ¡Padre!”
(Gal 4,4-6).
Así pues, se hace necesario barajar este
doble vector objetivo y subjetivo del cristianismo para poner de manifiesto que
la salvación sólo acontece cuando la historia de Dios, hecho carne en su Hijo
por la fuerza del Espíritu, se convierte en nuestra propia historia personal y
colectiva. “Para el hombre salvación propia y participación en Dios es una
misma cosa”[43]
Termino este
apartado, con unas palabras muy conocidas del metropolita Ignacio
Hazim, que pronunció en 1968 en la inauguración de la Conferencia Ecuménica
de Upsala, en Suecia. Hablando de la acción del Espíritu en nosotros, decía:
Sin el Espíritu Santo, Dios está lejano, Jesucristo
queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia es una simple
organización, la misión una propaganda, la autoridad una dominación, el culto
una evocación, el actuar cristiano una moral de esclavos. Pero en el Espíritu
Santo, el cosmos es exaltado y gime hasta que dé a luz el Reino, el Cristo
resucitado está presente, el Evangelio es una potencia de vida, la Iglesia significa la
comunión trinitaria, la autoridad un servicio liberador, la misión un nuevo
Pentecostés, la liturgia un memorial y una anticipación, el actuar humano es
deificado.
4.
Conclusión:
¿Qué es evangelizar?
La respuesta que
el cristianismo da ante la afirmación desproporcionada de su identidad
escatológica es lo que podríamos llamar, en un sentido genérico, “la creación
en Cristo”. En efecto, la osadía de iluminar el conjunto de lo real “bajo la
determinación de una realidad personal, a saber: bajo la persona de Jesucristo”[44]
responde a la verdad revelada que visibiliza a la creación como la gramática en
la que Dios, en la plenitud de los tiempos, habría de decirse como encarnado en
su Hijo Jesucristo[45].
Así, para el cristianismo, la creación es el material previo que se instaura
para hacer realidad una posible historia humana de Dios. De esta manera, la
aparente objetividad del universo tiene su factor de concreción en el deseo
divino de decirse a los hombres como un Dios encarnado. De ahí que Jesucristo
acontezca como aquel por quien han sido creadas todas las cosas (cfr. Col
1,16), y muy especialmente el hombre.
Desde aquí,
entendemos que el cristianismo no puede quedar confundido con una moral, por
muy excelsa que ésta sea, como se pretendía con la reducción ética. Evangelizar
no es ofrecer valores y actitudes que orienten la vida de los hombres. Tampoco
el cristianismo es susceptible de quedar confundido con un ritualismo escénico,
como se pretendía con la reducción estética. Evangelizar no es provocar al
sentimiento, ni crear emociones. De la misma manera, no podemos confundir lo
cristiano con nuestra psicología o con un mero autoconocimiento, como se
pretendía con la reducción dietética. Evangelizar no es proporcionar una guía
detallada de autoayuda.
Ahora, una vez
que he delineado las determinaciones objetivas y subjetivas de lo cristiano,
puedo dar una definición clarificada de lo que decimos cuando hablamos de
“evangelización”. Evangelizar es poner todo cuanto existe bajo la determinación
de una realidad absolutamente singular, la persona de Jesucristo, para que sea
creado, con la fuerza del Espíritu Santo, un nuevo universo de relaciones,
donde los hombres, pudiendo llamar a Dios Padre, experimenten el don de la
fraternidad.
[1] Biblioteca de Autores
Cristianos (ed.), La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Lineamenta, BAC, Madrid 2011, 19.
[2] Ibid., 20
[3] Ibid.
[4] Cfr. W. Kasper, La nueva evangelización: un desafío
pastoral, teológico y espiritual, en G.
Augustin (ed.), El desafío de la
nueva evangelización. Impulsos para la revitalización de la fe, Sal Terrae, Santander
2011, 25-31
[5] Lineamenta, 31.
[6] Ibid. 38.
[7] Ibid, 44.
[8] Me han servido como inspiración
las reflexiones de Carlos Díaz sobre el sujeto ético, transmutado en el
desarrollo de la modernidad en sujeto estético, dietético e incluso, según
afirma él mismo, patético. Cfr., en este sentido, C. Díaz, El sujeto
ético, Narcea, Madrid 1983.
[9] Cfr. O. González de
Cardedal, La entraña del
cristianismo, Secretariado
Trinitario, Salamanca 19982, 210s.
[10] Cfr. J.S. Béjar, Cristianismo, Islam e Ilustración. A
propósito del discurso de Benedicto XVI en la Universidad de
Ratisbona: Pensamiento 64 (2008) 1027-1031.
[12] Cfr. O. González de
Cardedal, La entraña, 214s; y
también, del mismo autor, Cristología, BAC, Madrid 2001, 329s.
[13] Esta argumentación se puede ver reconocida en los Lineamenta preparatorios del Sínodo.
Especialmente significativo es un texto del papa Benedicto XVI dirigido a los
obispos del Brasil en su visita ad limina
del año 2009. El papa se dirigía a ellos como sigue: “En los decenios sucesivos
al Concilio Vaticano II, algunos han interpretado la apertura al mundo no como
una exigencia del ardor misionero del Corazón de Cristo, sino como un paso a la
secularización, vislumbrando en ella algunos valores de gran densidad
cristiana, como la igualdad, la libertad y la solidaridad, y mostrándose
disponibles a hacer concesiones y a descubrir campos de cooperación […] Sin
darse cuenta, se ha caído en la autosecularización de muchas comunidades
eclesiales; estas, esperando agradar a los que no venían, han visto cómo se
marchaban, defraudados y desilusionados, muchos de los que estaban: nuestros
contemporáneos, cuando se encuentran con nosotros, quieren ver lo que no ven en
ninguna otra parte, o sea, la alegría y la esperanza que brotan del hecho de
estar con el Señor resucitado”, en Lineamenta,
85 (n. 76).
[14] Cfr. A. Jiménez Ortiz, Por
los caminos de la increencia. La fe en diálogo, CCS, Madrid 1993, 75-90 e Id.,
La teología fundamental ante el desafío de la increencia, en C. Izquierdo (ed.), Teología
fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Desclée De Brouwer, Bilbao 1999, 129-179. También cfr. B.
Forte, Cristo, nuestra esperanza, revela el sentido de la vida y de
la historia: Scripta Theologica 33 (2001) 827-841.
[15] Cfr. J.S. Béjar, ¿Cómo hablar hoy de la resurrección? Lectura
simbólico-narrativa del relato de Emaús, Khaf, Madrid 2010, 83-88.
[16] “Pienso, luego existo es el comentario de un intelectual que
subestima el dolor de muelas. Siento,
luego existo, es una verdad que posee una validez mucho más general y se
refiere a todo lo vivo”, en M. Kundera, La inmortalidad, Tusquets Editores,
Barcelona 1990, 242.
[17] Lineamenta, 40s.
[18] “Europa tiene fama de
ser una civilización basada en la razón. Pero igualmente podría decirse que es
la civilización del sentimiento; creó un tipo de hombre al que denominó hombre
sentimental: homo sentimentalis […]
El homo sentimentalis no puede ser
definido como un hombre que siente (porque todos sentimos), sino como un hombre
que ha hecho un valor del sentimiento”, en M.
Kundera, La inmortalidad,
232.234. Cfr. también L.
González de Carvajal, Ideas y creencias del hombre
actual, Sal
Terrae, Santander 1993, 153-178.
[19] Cfr. B. Forte, La porta della Belleza. Per un´estetica
teologica, Morcelliana, Brescia 2002, 7s.; Teologia
in dialogo. Per chi vuol saperne di piú e anche per chi non ne vuole sapere, Raffaello Cortina Editore, Milano 1999, 68ss. y La
esencia del cristianismo, Sígueme,
Salamanca 2002, 147-155.
[20] Cfr. J.M. Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del
cristianismo, Sal Terrae, Santander 1998.
[21] Lineamenta, 38s.
[22] “Sin embargo, estas potencialidades no pueden esconder los riesgos
que la difusión excesiva de una cultura de este tipo está ya generando. Se
manifiesta una profunda concentración egocéntrica sobre sí mismo y solamente
sobre las necesidades individuales”, en Lineamenta,
40.
[23] Esta argumentación se puede ver reflejada, de un modo muy
heterogéneo e irregular, en un nuevo movimiento emergente que se ha dado en
llamar “transpersonal”. Cfr., entre otros, W.
Jäger, En busca de la verdad.
Caminos-Esperanzas-Soluciones, Desclée
De Brouwer, Bilbao 1999; Partida hacia un país nuevo. Experiencias de una vida espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2005; Sabiduría de Occidente y Oriente. Visiones de una espiritualidad
integral, Desclée De Brouwer, Bilbao 2008; La vida no termina nunca, Desclée De Brouwer,
Bilbao 2007; K. Wilber, Breve historia de todas las cosas, Kairós, Barcelona 2005; La conciencia sin fronteras. Aproximaciones
de Oriente y Occidente al crecimiento personal, Kairós, Barcelona 2007; E. Martínez Lozano, La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la libertad
espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009; ¿Qué Dios y qué
salvación? Claves para entender el cambio religioso, Desclée De Brouwer,
Bilbao 2008 y Recuperar a Jesús. Una
mirada transpersonal, Desclée De
Brouwer, Bilbao 2010.
[24] Lineamenta, 90.
[25] Afirma H. U. Von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, vol. VII, Encuentro, Madrid 1997, 139s.:
“lo eterno presente en el instante pasajero. De hecho lo eterno está presente
ahora en esta vida humana y en cada uno de sus instantes como nunca había estado
antes ni estará después […] como lo que se realiza aquí y ahora: lo que se debe
afirmar a cualquier precio […] en el decurso y en la muerte de esta única vida”
[26] J. S. Béjar, Dios en Jesús. Evangelizando imágenes falsas
de Dios. Ensayo de cristología, San
Pablo, Madrid 2008, 143.
[27] H.U. von Balthasar-J. Ratzinger,
¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por
qué permanezco en la Iglesia ?,
Sígueme, Salamanca 1974, 49.
[28] “Aun aceptando todo
esto, en cuanto me era posible, he intentado presentar al Jesús de los Evangelios
como el Jesús real, como el ‘Jesús histórico’ en sentido propio y verdadero”,
en J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, I, La esfera de los
libros, Madrid 2007, 18. Esta aseveración del papa deja paso a una segunda
afirmación, también esencial para comprender su propuesta cristológica: “Éste
es también el punto de apoyo sobre el que se basa mi libro: considera a Jesús a
partir de su comunión con el Padre. Sin esta comunión no se puede entender nada
y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy”, en Ibid., 10.
[29] Cfr. O. González de Cardedal, Jesús de Nazaret. Aproximación a la
cristología, BAC, Madrid 19933, 97ss.
[31] Lineamenta, 56.
[32] H.U. von Balthasar-J. Ratzinger, ¿Por qué soy todavía
cristiano?, 18s. En este mismo sentido, y a
propósito de Buda, afirma R. Guardini, La esencia, 29s.: “Respondiendo a la
demanda de su discípulo predilecto Ananda, que le pide que instituya un último orden
antes de su muerte, responde Budha: ‘¿Qué es lo que espera todavía la comunidad
de los Bhikkhu de mí, Ananda? He proclamado la doctrina sin distinguir un
dentro y un fuera, porque el Tathagata no es avaro cuando se trata de la
doctrina, tal y como suelen serlo los maestros. El que alberga la idea
recóndita: ‘Quiero ser yo quien dirija la comunidad de los Bhikkhu’, o bien:
‘La comunidad de los Bhikkhu tiene que quedar vinculada a mí’, es posible que
tenga que tomar determinadas disposiciones en relación con el rebaño de los
Bhikkhu. El Tathagata, empero, no conoce estas ideas recónditas… Buscad, pues,
Ananda aquí abajo Lucidez y refugio en vosotros mismos y en ningún otro sitio…
Y todo Bhikkhu que, ahora o cuando yo ya no exista, busque lucidez y refugio en
sí mismo y en la doctrina de la verdad, y en ningún otro sitio, estos Bhikkhu
que busquen tan celosamente, serán tenidos por los más elevados’. La
significación religiosa de Budha es, pues, extraordinaria; en último extremo,
empero, dice sólo lo que, en principio, podría decir también otro hombre
cualquiera. Lo que hace es indicar el camino que existe también sin él, y con
la vigencia de una ley universal. La persona misma de Budha no se halla dentro
del ámbito de lo propiamente religioso”.
[34] Ibid., 20.
[35] Cfr. R.W. Funk, R.W. Hoover And The Jesus Seminar, The five Gospels. What did Jesus really say?
The Search for the Authentic Words of Jesus, HarperCollins, New York 1993.
[36] Cfr. J.S. Béjar, Donde hombre y Dios se encuentran. La
esencia del cristianismo en B. Forte y O. González de Cardedal, EDICEP, Valencia 2004,
99-118.
[37] Cfr. G.E. Lessing, Sobre la demostración en espíritu y fuerza, en
A. Andreu Rodrigo (ed.), Escritos filosóficos y teológicos, Editora Nacional, Madrid
1982, 448s.
[38] “El creyente puede seguir diciendo que Jesús es Dios
manifestándose. Pero igual que lo es todo ser, en la medida en que lo dejamos y
somos conscientes de ello”, en E.
Martínez Lozano, Recuperar a Jesús,
152.
[39] Cfr. O. González de
Cardedal, La entraña, 27ss.
[41] R. Guardini, La esencia, 76s.
[44] R. Guardini, La esencia, 21.
[45] Cfr. K. Rahner, Sobre la teología de la celebración de la Navidad , en Escritos de teología, III, Taurus Ediciones, Madrid
1968, 35-45.
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