sábado, 16 de marzo de 2013

REALIZACIONES DE LO CRISTIANO EN EL ESCENARIO DE UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN


José Serafín Béjar Bacas
Facultad de Teología de Granada


1.      Introducción: el cristianismo en el contexto de una nueva evangelización

El papa Benedicto XVI ha convocado la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos con el tema La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Esta nueva convocatoria del Sínodo tendrá lugar en Roma del 7 al 28 de octubre del presente año 2012. La Secretaría General del Sínodo ya ha ofrecido los Lineamenta, publicados en febrero del pasado año, como un instrumento válido para el trabajo en distintos ámbitos eclesiales a propósito del tema propuesto: la evangelización.
En la Introducción a los mismos, se habla de la necesidad de “evaluar la experiencia vivida, es decir, nuestra actitud respecto a la evangelización” porque “dicha evaluación es el camino para interrogarnos sobre la calidad de nuestra fe, sobre nuestro modo de sentirnos y de ser cristianos”[1]. Para ilustrar esta idea, el documento alude al pasaje de los discípulos de Emaús, en el evangelio de Lucas, y nos habla de “la posibilidad de un anuncio frustrado de Cristo”[2]. Se trata de una expresión que atrajo mi atención desde el principio. ¿Qué entiende los Lineamenta por anuncio frustrado? En el texto podemos leer: “Un anuncio que no da vida, sino que mantiene encerrado en la muerte al Cristo anunciado, a los anunciadores, y a los destinatarios del anuncio”[3].
De esta manera, es interesante hacer notar que el documento plantea la necesidad de un primer momento de balance y reflexión, donde la Iglesia se pregunte por la integridad del mensaje que ha ofrecido en su historia reciente de evangelización. Es decir, el debate sobre la nueva evangelización no se agota en las preguntas sobre posibles modos o estrategias, sino que antes se tiene que realizar una verdadera autocrítica donde se ponga de manifiesto qué es aquello que se entiende por cristianismo[4]. Por lo tanto, “es una acción que exige un proceso de discernimiento acerca del estado de salud del cristianismo”[5]. Y ello porque “existe el riesgo de perder también los elementos fundamentales de la gramática de la fe”, con la “consecuencia de caer en una atrofia espiritual y en un vacío del corazón o, por el contrario, en formas sustitutorias de pertenencia religiosa y de vago espiritualismo”[6].
Por esta razón, me parecía justificado acometer este proceso de preparación sinodal, que inevitablemente ha de implicar al conjunto de toda la Iglesia, discerniendo las distintas encarnaciones de lo cristiano que es posible reconocer en el contexto donde vivimos. En definitiva, sigue en pie la pregunta por lo esencial y determinante de nuestra fe y la interpelación por tal esencia “deberá funcionar como autocrítica del cristianismo moderno, el cual debe aprender a comprenderse siempre de nuevo a sí mismo a partir de las propias raíces”[7].
Así pues, y a riesgo de ser simplista, quiero hablar de tres formas de reducción de lo cristiano que, como teólogo y pastor, veo reflejadas en la realidad que me toca vivir. A estas tres formas “frustradas” de cristianismo las llamaré: “cristianismo ético”, “cristianismo estético” y “cristianismo dietético”[8]. Se trata de tres respuestas al Dios manifestado en Cristo que considero insuficientes. Después de exponer cada una de ellas, ofreceré una cuarta propuesta que llamaré “cristianismos logrados”. Utilizaré un lenguaje accesible, ya que me gustaría que esta reflexión pudiera usarse por pastores, laicos y agentes de pastoral a la hora de evaluar sus propias estrategias de evangelización. En cada uno de los modelos presentados intentaré poner de relieve a qué contexto socio-cultural se pretende responder y cómo dicho referente funciona como un crisol, más o menos aquilatado, de la verdad integral de lo cristiano. 






2.      Cristianismos frustrados

Como ya he afirmado, tomo esta expresión de las palabras que se pueden encontrar en la reflexión preparatoria al Sínodo que nos ofrecen los Lineamenta. Indudablemente, todo análisis de realidad es una simplificación de lo que, de hecho, acontece de un modo mucho más rico en el escenario de la historia. Sin embargo, es inevitable un esfuerzo de comprensión que, aunque implique ciertas simplificaciones, siempre se puede mostrar útil para reconocer determinadas inercias o movimientos reflejos que, de modo más habitual de lo que pensamos, hacen su aparición en nuestros modelos pastorales.

2.1.                ¿Qué es el cristianismo ético?

Cuando fui ordenado sacerdote, en el ejercicio de mi ministerio pastoral, descubrí algo que me llamaba poderosamente la atención. Siempre que venía algún matrimonio joven, de los que adjetivamos como alejados, para pedir el bautismo de su hijo, me dirigía a ellos, con una cierta intención provocadora: “- ¿Por qué queréis bautizar a vuestro hijo? Llevo algún tiempo ya por aquí y, sin embargo, nunca os he visto en la misa de los domingos”.  En el cien por cien de los casos, estos “alejados” me contestaron: “- Mire usted, es que para ser bueno no hace falta venir a misa”. A lo cual, yo les respondía siempre: “- Ni tampoco bautizar al niño”. Y proseguía: “- Si lo que queréis es simplemente ser buenos, tenéis toda la razón al decir que no hace falta participar de la eucaristía, pero tampoco bautizar al niño, o casarse por la Iglesia, o… enterrar a nadie”. Estos encuentros me posibilitaban ofrecer una catequesis donde, lo que he narrado, se convertía en un verdadero punto de partida.
Pero, trascendiendo la anécdota, creo que es interesante deparar en la existencia de una respuesta creyente al Dios que habla en Jesús que opera una reducción ética de lo cristiano. De esta manera, el cristianismo quedaría reducido a una moral, más o menos espléndida, que hay que cumplir. No estamos ante un fenómeno novedoso, sino ante los últimos coletazos de un proceso iniciado con la llamada modernidad y que ha ayudado a descafeinar la fe y reducirla a ética.
 En el siglo XVI, en Europa se concitan dos acontecimientos que son interesantes conocer. Por un lado, los distintos movimientos reformistas, especialmente en Centroeuropa, generan un escenario de guerra en el que se ven involucrados los príncipes alemanes contra el emperador Carlos V y el papado. Serán años convulsos donde el elemento más destacable son las luchas de religión que asolarán Europa. Al mismo tiempo, el descubrimiento de América devuelve, sobre la atónita mirada de los europeos, la imagen de un continente entero que, no sólo no ha oído hablar nunca de Jesucristo, sino que sigue viviendo en tradiciones religiosas propias, desconocidas para nosotros. ¿Qué consecuencias se van derivando de estos dos acontecimientos? La convicción de que comienza a emerger un tiempo distinto donde el factor religioso cristiano, que había sido el aglutinador del desarrollo de Europa en la Edad media, deja paso a un nuevo orden de cosas. Esta desintegración, de lo que se ha llamado christianitas, alcanza un punto significativo en el pensamiento de los ilustrados. Para ellos, la religión es un factor cultural, condicionado por la historia de los diferentes pueblos, que acaba separando a los hombres. Así pues, pensaban estos ilustrados, se hace necesario estrenar una nueva morada donde todos los humanos, encontrándose de acuerdo, puedan construir novedosamente Europa. ¿Cuál es esa nueva casa común en la que todos nos podemos encontrar amparados? El ejercicio libre de la razón; una razón que pertenece a la entraña misma de la condición humana. La revelación es algo particular y no ofrece la posibilidad de ser compartido por todos los hombres. Los cristianos tienen una revelación, los judíos otra, los musulmanes una tercera… Sin embargo, la razón es capaz de ofrecernos una moral, clara y evidente a todos, que sea la base sobre la que construir un nuevo orden de cosas[9].
I. Kant podría ser considerado el filósofo ilustrado que opera una reducción ética del cristianismo, colocándolo dentro de los límites de la mera razón[10]. De esta forma, el cristianismo será aceptado sólo y en la medida en que ofrezca un caudal moral que ilumine a los hombres. Por esta razón, no es difícil comprender que Kant dijera aquello de que “del dogma de la Trinidad, tomado literalmente, no se puede sacar absolutamente nada para lo práctico”[11]; o que acabara reduciendo la figura de Jesús de Nazaret a la de un maestro de moral, que enseñaba una doctrina nueva para guiar la relación de los hombres unos con otros[12]. En el fondo, el cristianismo es juzgado por la utilidad que podemos obtener de él. Lo más significativo de lo que estoy diciendo es que no sólo es una teoría ilustrada, sino que esta manera de entender las cosas se nos ha “colado” a los cristianos y condiciona la vivencia de nuestra propia fe[13].
Un ejemplo más: la campaña de la Iglesia católica en los medios de comunicación, especialmente en la televisión, estimulando que los católicos colaboren al sostenimiento de la Iglesia marcando la casilla de la declaración de la renta. Era interesantísimo analizar cómo dichos anuncios, en un principio, apuntaban a lo que estoy diciendo. De hecho, en ellos aparecía de modo exclusivo la dimensión caritativa y asistencial de la Iglesia. Por tanto, ésta podría ser la conclusión a considerar, hay que ayudar a la Iglesia porque hace el bien, es decir, porque las religiosas atienden ancianos desamparados en los asilos, porque hay centros de rehabilitación para los drogadictos, porque existen misioneros que trabajan en el tercer mundo…
Damos por supuesto que esto lo tiene que hacer la Iglesia. Pero no es sólo eso lo que legitima la ayuda en su sostenimiento económico o en su presencia en la sociedad. También la Iglesia ora, en ella se perdonan pecados, celebra la eucaristía, ofrece sentido, se confronta con el misterio, busca a Dios… Con esto quiero decir que el cristianismo implica una moral, pero no puede quedar reducido a ella.
Para terminar la explicación de esta forma de cristianismo frustrado, quiero ofrecer un pequeño texto del evangelio; concretamente, el del joven rico. En dicho texto se puede reconocer, de una manera paradigmática, este tipo de anuncio frustrado de la fe. Dice así:

“Cuando Jesús iba a seguir su viaje, llegó un hombre corriendo, se puso de rodillas delante de él y le preguntó:
–Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?
Jesús le contestó:
– ¿Por qué me llamas bueno? Bueno solamente hay uno: Dios. Ya sabes los mandamientos: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no mientas en perjuicio de nadie ni engañes, y honra a tu padre y a tu madre.’
 El hombre le dijo:
–Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven.
Jesús le miró con afecto y le contestó:
–Una cosa te falta: ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. Así tendrás riquezas en el cielo. Luego, ven y sígueme.
El hombre se afligió al oír esto; se fue triste, porque era muy rico” (Mc 10, 17-22)

  Lo primero que llama la atención de este relato es que el hombre que se acerca corriendo a Jesús piensa que la vida eterna es una cuestión que se gana o que se pierde según los méritos de sus buenas obras. Jesús, en un primer momento, acoge la demanda del hombre y la referencia a lo más básico de la naturaleza humana, lo mínimo que un hombre tiene que hacer para poder llamarse hombre: cumplir los mandamientos (eso que dice la gente cuando va a confesarse: “- Mire usted, yo no he robado ni matado a nadie”). Este es el primer paso de la pedagogía de Jesús. Y digo primer paso porque era obvia la respuesta que el hombre iba a dar a Jesús: “Todo lo que me dices yo ya lo hago”. En este momento, Jesús reconvierte las búsquedas de este judío e intenta mostrarle que la clave no se encuentra en una moral más o menos esclarecida, sino en una relación personal: “- La vida eterna soy yo. Si quieres vida eterna, sígueme a mí”. En el fondo, el cristianismo ético es un cristianismo sin Cristo, donde se presume que es posible la vivencia de la fe a fuerza de puños, como un ejercicio voluntarista; en definitiva, se trata de subrayar lo que yo hago, más que lo que Dios ha hecho por mí. O de otra manera, el cristianismo ético pasa por alto que sólo es posible ser bueno o hacer el bien cuando acojo el ofrecimiento previo de gracia que Dios, en su hijo Jesucristo, por la fuerza del Espíritu, otorga a los hombres.
Sería interesante analizar, desde este punto de vista, la película estrenada en 2011 con el título en castellano “Un Dios salvaje”. Este último film de R. Polanski pone el dedo en la llaga al mostrar, de una manera absolutamente genial, la incapacidad de la ética o de la moral para transformar de verdad a las personas. Al final, y este sería la idea de fondo que guía todo el argumento, todos llevamos dentro un Dios salvaje que, en determinados momentos de nuestra historia, especialmente en situaciones de conflicto, en las que vemos peligrar nuestros intereses, hace su aparición de un modo irrefrenable y grosero. En esos momentos, la moral aprendida, las buenas costumbres o ciertas formas burguesas de educación se desvelan como simples productos de maquillaje al servicio de unos determinados usos sociales.

2.2.                ¿Qué es el cristianismo estético?

Otra forma reductiva de lo cristiano, la encontramos en esta segunda derivación. Si el cristianismo ético se funda en una suerte de voluntarismo frío y seco (lo que yo tengo que hacer de bueno), el cristianismo estético pone el acento en un sentimentalismo sensiblero (lo que yo he de sentir). Al final, se trata de una vivencia de la fe que es decorativa en la propia vida, pero que no acaba de llegar al centro mismo de nuestro existir. Muchas veces pienso que el cristianismo es un león fiero que despedaza nuestro ser y reclama la totalidad de nuestra existencia, para llevarnos hasta donde nunca hubiéramos imaginado. Y, sin embargo, nosotros lo hemos domesticado y convertido en un lindo gatito que, en el salón de nuestra casa, no sólo no rompe nada, sino que hasta resulta decorativo, da un toque de distinción.
En el fondo, esta forma de vivir lo cristiano es una reacción a la reducción ética del cristianismo y pone de manifiesto la entrada en una nueva época de la historia; eso que se está dando en llamar postmodernidad[14]. El cristianismo ético es la forma propia de vivir la fe de los hombres modernos. Por tanto, se trata de un cristianismo muy racionalista, iconoclasta y voluntarista. La modernidad descuidaba aspectos que, determinantes del desarrollo de la personalidad, también pueden ofrecernos criterios de verdad. Ahora, frente a la razón se reivindica la dignidad de los sentimientos y frente al voluntarismo se reivindican la valía de los afectos[15]. O de otra manera, la modernidad se definía desde la conocida expresión de Descartes “pienso, luego existo”. Ahora, el leit motiv, que podría dar razón del nuevo tiempo postmoderno, sería “siento, luego existo”[16]. Se puede leer en los Lineamenta preparatorios al Sínodo:

Se afirma una exaltación de la dimensión emotiva en la estructuración de las relaciones y de los vínculos sociales. Se asiste a una pérdida del valor objetivo de la experiencia de la reflexión y del pensamiento, reducida, en muchos casos, a un puro lugar de confirmación del propio modo de sentir[17].

Desde esta perspectiva, podemos comprender el primado absoluto que tienen los sentimientos, especialmente en las generaciones más jóvenes. Cuando, por motivos de ejercicio del ministerio, el sacerdote intenta mediar en conflictos matrimoniales, queda muchas veces sorprendido ante una frase que se suele oír y que posee un valor categórico: “Es que… ya no siento nada”. El sentir o no sentir ofrece la medida de la verdad de las cosas porque vivimos en una grosera identificación entre mi yo más profundo y lo que alcanzo a sentir. Cuesta trabajo percibir lo que va más allá de la inmediatez de lo sensible.
¿Cuál es la consecuencia fundamental que se deriva de este tránsito desde el homo sapiens al homo sentimentalis?[18] Un hombre fragmentado, escindido, roto… que responde a muchas lógicas distintas, incluso contradictorias, al mismo tiempo y sin ninguna percepción de dramatismo. En efecto, cuando el criterio rector de la vida son los sentimientos, es fácil comprender que se instale en el suelo mismo de la existencia una cierta tendencia a la esquizofrenia. Y ello porque los sentimientos son cambiantes, volubles, similares a una veleta que es movida al capricho del viento. De hecho, ¿quién no ha sentido alguna vez que el tránsito del amor al odio está separado por una débil barrera? 
Por tanto, si se desdibujan las razones fuertes que pueden engendrar el reclamo de una ética de alcance global, si se pierde la exigencia de una voluntad que pretende cambiar y transformar la realidad, si no existe una visión global del significado y el sentido de la historia de los hombres… es lógico pensar que el cristianismo postmoderno sea un producto que, amasado en la lógica de los sentimientos, de la percepción sensible… tenga una especial querencia por la estética. De hecho, no es difícil percibir la vuelta de ciertas formas de cristianismo que tienen mucho de ritualismo y de esteticismo. En definitiva, un cristianismo escenográfico.
En este sentido, sin afán de hacer juicios y sólo con un interés de descripción de la realidad, podríamos referirnos a las cofradías, como un fenómeno específico de nuestra tierra andaluza. Un dato que llama poderosamente la atención es la capacidad de convocatoria que las distintas hermandades poseen, especialmente en el sector de los jóvenes. Sin lugar a dudas, y esto debería hacer pensar y mucho a los que estamos en las lindes del trabajo pastoral, la “estética” cofrade ofrece un punto de conexión con la sensibilidad del joven actual. Punto de conexión que muchas veces falta a la dinámica evangelizadora de parroquias y movimientos. Es interesante constatar cómo los distintos elementos que se concitan en la Semana Santa andaluza consiguen provocar una percepción sensible de los misterios de la pasión y muerte de Jesús, amasada en los sentimientos y en los afectos. Así pues, es importante constatar la relevancia de los sentidos en el escenario cuaresmal. En efecto, se puede ver la estética de las imágenes; oír las marchas de procesión, que crean un espacio singular y propio de una época concreta del año; tocar, en la medida en que el costalero puede sentir en su hombro las pesadas andas; oler en la calle una policromía de aromas propios de esa época del año; e incluso gustar una serie de platos y de gastronomía especial de Semana Santa.
Ahora bien, y esto es francamente desconcertante, la intensidad de los sentimientos, indudablemente referidos a la fe, conviven, sin dramatismo ni tensión, con una más que carente identificación con el credo de la Iglesia, una falta de asimilación de la moral católica o una ausencia significativa de práctica sacramental (especialmente la participación en la eucaristía dominical).
Esta derivación estética de lo cristiano también tiene su plasmación en grupos juveniles, tanto parroquiales como pertenecientes a movimientos. En ellos la estética adquiere formas contrastantes a las que acabamos de referirnos, pero podemos percibir una dinámica muy similar. En los grupos de jóvenes se valora la creación de atmósferas propicias a la oración, donde los elementos estéticos juegan un importante papel: luz tenue, una vela encendida en el centro, mantas y cojines tirados al suelo, una guitarra, determinados textos de carácter intimista… Ahora bien, no deja de ser inquietante que los propios jóvenes realicen una palmaria identificación entre lo que han sentido y la presencia de Dios. Así pues, si en el rato de oración ha existido un momento de intensidad sensible se concluye, sin más dilación, la existencia de una experiencia de Dios. Si por el contrario, el rato de oración ha estado presidido por la sequedad o la carencia de impulsos emotivos se concluye la ausencia de Dios. De esta manera, la intensidad de mis sentimientos da la medida exacta del advenimiento de Dios a nosotros.
También aquí me gustaría traer a la memoria un texto evangélico que oriente este cristianismo fallido. Venía a mi mente la figura de Herodes Antipas, y el texto es el que sigue:

Al oír esto, Pilato preguntó si Jesús era de Galilea. Y al saber que, en efecto, lo era, se lo envió a Herodes, el gobernador de Galilea, que por aquellos días se encontraba también en Jerusalén. Al ver a Jesús, Herodes se alegró mucho, porque ya hacía bastante tiempo que quería conocerle, pues había oído hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le preguntó muchas cosas, pero Jesús no le contestó nada. También estaban allí los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que le acusaban con gran insistencia. Entonces Herodes y sus soldados le trataron con desprecio, y para burlarse de él le pusieron un espléndido manto real. Luego Herodes se lo envió nuevamente a Pilato. Aquel día se hicieron amigos Pilato y Herodes, que hasta entonces habían sido enemigos” (Lc 23, 6-12)

La curiosidad de Herodes con respecto a Jesús se funda en una intención meramente externa, sensible; podríamos decir que Herodes espera de Jesús una cierta espectacularidad. De hecho, Herodes se encuentra con su corte en Jerusalén y aguarda encontrar en Jesús un entretenimiento que satisfaga el desinteresado deseo de los suyos: “¡Haznos algún milagro!”. La presencia de Jesús puede ser el reclamo de una cierta estética que entretenga a Herodes y a los suyos. Además, la constatación de la presencia de alguien divino sólo será sancionada en la medida en que acontezca algo sensible y aparente que pueda ser captado por los sentidos: “Si nos haces un milagro, si satisfaces nuestra percepción sensible… entonces concluiremos que Dios está contigo”.
Me gustaría cerrar este apartado de la misma manera que lo hacía con el anterior: el cristianismo implica una estética, pero no puede ser identificado sin más con ella. Además, sería interesante caer en la cuenta de la especificidad de la estética cristiana como estética de la trasgresión. En efecto, si para el mundo griego la belleza era definida como la perfección de la forma, para el emergente movimiento de los seguidores de Cristo, la belleza siempre se definió como la plenitud del amor entregado. Por esta razón, el momento cumbre de la estética cristiana lo encontramos en algo feo: un hombre crucificado en la Jerusalén del año 30. Este reclamo de belleza supuso un choque y una trasgresión de los moldes estéticos al uso en el universo greco-romano[19]. De hecho, durante mucho tiempo pareció de mal gusto la representación de un crucificado como obra de arte. Sin embargo, esta estética de la trasgresión acabó imponiéndose y mostrando la fecundidad de la visión cristiana de lo bello. La belleza no se encuentra en formas perfectas o en cánones matemáticos que hay que materializar. Para el cristianismo, sólo la lógica de la gratuidad del amor posee un potencial de belleza que embelesa y atrae al hombre, que reclama la vida y se muestra trasgresor frente a los poderes dominantes de este mundo. 

2.3.                ¿Qué es el cristianismo dietético?

En el escenario de la postmodernidad se habla también de un retorno de Dios y de una vuelta de lo sagrado[20]. De hecho, y tal como venimos apuntando, esto tiene su cierta lógica. Si la postmodernidad viene definida como el desencanto ante la razón, y el racionalismo estaba ciego para percibir la irrupción del misterio, ahora se impone una lógica más cordial y, por tanto, más connatural para con lo “santo”. Este reclamo del sentimiento nos recuerda aquella conocida frase de B. Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no comprende”. Entre estas razones del corazón parece existir un sitio para Dios.
Ahora bien, este Dios postmoderno no puede ser muy exigente, no puede reclamar exclusividad para sí, no puede entrar en competencia con otros ídolos, no puede mostrarse intolerante… Y ello porque, tal como hemos dicho, el hombre postmoderno es el individuo del fragmento, que responde al reclamo de lógicas múltiples y contradictorias, sin ningún sentimiento de malestar.
Esto lo podemos ver especialmente reflejado en nuestro actual contexto globalizado; eso que los especialistas llaman la aldea global. Si tan solo hace unas décadas la existencia de otras tradiciones religiosas era algo que quedaba a desmano, lejos de nuestros centros de referencia, ahora la multi-culturalidad y lo pluri-religioso se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Si tan solo hace unos años el budismo, por poner tan sólo un ejemplo, era considerado algo exótico, ahora, en cualquier calle de nuestras ciudades, se puede encontrar un centro de meditación yoga o de práctica de zen. ¿Cuál es la consecuencia más palmaria de este escenario interreligioso y pluricultural? Una evidente tendencia al relativismo que, no por casualidad, conecta perfectamente con el modo de ser propio del hombre postmoderno y su despreocupación por la pregunta acerca de la verdad. Podemos leer en los Lineamenta preparatorios del Sínodo de los obispos:

Este fenómeno migratorio provoca un encuentro y una mezcla de culturas que nuestras sociedades no conocían desde hacía siglos. Se están produciendo formas de desintegración y desmoronamiento de los puntos de referencia fundamentales de la vida, de los valores por los cuales comprometerse, de los mismos vínculos a través de los cuales cada individuo estructura la propia identidad y tiene acceso al sentido de la vida. El resultado cultural de estos procesos es un clima de extrema inconsistencia y ‘liquidez’, dentro del cual hay siempre menos espacio para las grandes tradiciones, incluidas las religiosas, cuya función es estructurar de manera objetiva el sentido de la historia y la identidad de los sujetos[21].

Nuestros contemporáneos se cuestionan: ¿por qué Cristo y no Buda, o Mahoma, o Chrisna? De esta manera, encontramos un cristianismo dietético que se construye a la carta; a la manera de un menú degustación donde es posible integrar elementos tomados de distintas tradiciones religiosas. Así pues, la pretensión de que Jesucristo sea el único salvador de los hombres es vivida como una agresión a la tolerancia que, el postmoderno, esgrime como una de sus mayores virtudes. Habría que preguntarse, ¿tolerancia o indiferencia?
Esta forma de cristianismo dietético realiza una reivindicación explícita de la espiritualidad. En el cristianismo de los años setenta y ochenta, la espiritualidad quedaba un tanto denostada porque la vida cristiana era vivida como proyecto trasformador de la sociedad. Una frase ingenua, que podría resumir esto, sería: “tenemos que construir el Reino”. En la década de los noventa, y fundamentalmente en el comienzo del año dos mil, los centros de referencia van cambiando y, ante una desencantada sociedad, incrédula frente a cualquier proyecto utópico y político movilizador de las masas, se va a ir buscando un cristianismo mucho más intimista, mucho más espiritual; en definitiva, el cristianismo de la “autoayuda”.
Si analizamos con detención las estanterías de cualquier librería de nuestras ciudades, nos daremos cuenta de una nueva sección, que no existía décadas atrás, y que ocupa cada vez más espacio: los libros de autoayuda. Cuando los proyectos ideológicos y utópicos, que antaño creaban entusiastas adhesiones, se encuentran ahora fracasados, oliendo a desengaño, las gentes de nuestras sociedades han abandonado el referente comunitario y se han centrado en un proyecto individual de sanación. Ahora la clave no es construir la sociedad sin clases o parir la dictadura del proletariado, sino la búsqueda imparable del equilibrio interior, de la paz íntima del corazón, del bienestar del espíritu… De esta manera, están creciendo de modo significativo todo tipo de ofertas que, inspirándose en técnicas meditativas orientales (yoga, tantra, zen, vipassana…), prometen un paraíso de bienestar interior. No es extraño ver a gente que deambula de curso en curso esperando ver sanada su herida básica, su conflicto con el padre o la madre, su vacío existencial o su falta de armonía interna. En el fondo de este reclamo de bienestar, muchas veces se percibe un centramiento narcisista en el propio yo, que puede encerrar al individuo en la isla de su propio egoísmo[22].
Así pues, nuestras sociedades modernas han creado una suerte de neurosis de la salud y del bienestar que genera un verdadero culto al cuerpo. Así pues, la belleza, la eterna juventud, la búsqueda ansiosa de la ausencia de enfermedades… se han convertido en valores absolutos que conviene alcanzar a toda costa. En estas nuevas propuestas de espiritualidad, el cuerpo tiene un lugar reconocido que requiere la práctica de ejercicio y, por supuesto, una dieta sana. Por esta razón, están emergiendo todo tipo de técnicas ancestrales de curación y sanación, donde una correcta alimentación tiene un papel determinante (por ejemplo, la naturopatía o la medicina ayurvédica).
En este sentido, encontramos determinadas formas de vivencia de lo cristiano que podrían inscribirse en esta categoría de la autoayuda, del cristianismo dietético, construido a la carta, reducido a menú degustación. El concepto de “auto” es ya lo suficientemente elocuente como para destacar una cierta confusión de planos donde, la absoluta trascendencia de Dios, se ve confundida con la inmanencia de un interior pacificado y en bienestar. Podemos observar formas de cristianismo que se han “contagiado”, de una manera ciertamente reductiva y selectiva, de las religiones orientales. En efecto, ¿cuál podría considerarse el elemento definitorio de las grandes religiones orientales? Simplificando mucho, podríamos hablar de religiones de la inmanencia. Esto quiere decir que Dios no es considerado como un Ser personal trascendente y distinto al mundo, sino como la manifestación de todo cuanto existe. Así, en estas tradiciones orientales no existe el concepto de creación y todas las cosas tienden a identificarse con lo divino. Al mismo tiempo, el concepto de un Dios personal desaparece, ya que todo lo personal tiene el peso de la apariencia, de la transitoriedad, del engaño y, por tanto, lo personal está llamado a fundirse con el todo cósmico del universo. O de otra manera, se genera una forma de espiritualidad sin Dios, sin la presencia de Jesucristo como mediador absoluto entre Dios y los hombres, y sin prójimo[23].
Por ello, una forma de vivencia de la espiritualidad así, puede correr el riesgo de un cierto desentendimiento indolente del sufrimiento del mundo; tendencia que concuerda con una postmodernidad insensible a los grandes relatos y a cualquier proyecto de transformación de la realidad. La clave fundamental consistiría en la extinción del dolor y del sufrimiento en el corazón del hombre. ¿Dónde se encuentra la palanca que moviliza el dolor en los hombres? En el deseo. Por tanto, estas espiritualidades tienden a una disolución de todo deseo, mediante el ejercicio de una meditación sin objeto, en la que el individuo descubre la inconsistencia de sus apegos y la apariencia que los sustenta. Estos ingredientes, acríticamente asumidos, pueden generar formas espirituales tremendamente egocéntricas y descomprometidas del mundo.
También aquí quiero traer a colación un texto evangélico que ilustre simbólicamente lo que estoy diciendo. Se trata del relato de la curación de los diez leprosos. Dice así:

En su camino a Jerusalén, pasó Jesús entre las regiones de Samaria y Galilea. Al llegar a cierta aldea le salieron al encuentro diez hombres enfermos de lepra, que desde lejos gritaban:
– ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!
Al verlos, Jesús les dijo:
–Id a presentaros a los sacerdotes.
Mientras iban, quedaron limpios de su enfermedad. Uno de ellos, al verse sanado, regresó alabando a Dios a grandes voces, y se inclinó hasta el suelo ante Jesús para darle las gracias. Este hombre era de Samaria. Jesús dijo:
–¿Acaso no son diez los que quedaron limpios de su enfermedad? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Únicamente este extranjero ha vuelto para alabar a Dios?
Y dijo al hombre:
–Levántate y vete. Por tu fe has sido sanado (Lc 17, 11-19).

Lo verdaderamente significativo de este texto es percibir cómo Jesús realiza diez curaciones, pero tan sólo un milagro. En efecto, el milagro acontece cuando existe una mirada de fe que es capaz de reconocer a Jesucristo como señor y dador de vida. De aquellos diez leprosos sanados, tan sólo uno, consciente de su finitud y menesterosidad, deshace el camino para alabar a aquél que ha posibilitado el milagro de una piel limpia, de un cuerpo decoroso. La clave fundamental del cristianismo no se encuentra en el prefijo “auto”; es decir, el cristiano no es el artífice de una suerte de “autosalvación”, sino el que en todo momento, y gracias a su mirada de fe, es capaz de reconocerse a sí mismo como creatura y sólo a Dios como al único capaz de salvación y de redención.  

3.      Cristianismos logrados

En este apartado no pretendo hacer un retrato de un cristianismo logrado, como si sólo fuera posible una única declinación del mismo. De ahí el título en plural. O de otra manera, existe una legítima pluralidad de formas de encarnar y vivir la integridad de lo cristiano que, de hecho, ha tildado de una policromía muy bella la historia de nuestra fe. Sin embargo, sí me gustaría apuntar lo que considero los elementos irrenunciables a los que deben atender esas legítimas explicitaciones del cristianismo.
Para ello, voy a tener en cuenta dos momentos diferenciables, aunque no separables: esencia y existencia. En efecto, por esencia entiendo la determinación objetiva de lo cristiano, el propio misterio de Dios manifestado en el rostro humano de Cristo. Ahora bien, esa esencia, en su determinación objetiva, está destinada a hacerse vida en nosotros; la esencia del cristianismo tiene que transformarse en existencia del cristiano. Por esta razón, y en un segundo momento, trataré de la determinación subjetiva de lo cristiano que, se hace posible en nosotros, gracias a la acción del Espíritu Santo.
Este esquema puede colegirse de un modo espontáneo de la propia estructura de los Lineamenta de preparación al Sínodo. Después de analizar la realidad a la que tiene que hacer frente el reto de una nueva evangelización, el documento nos ofrece dos capítulos que, a mi juicio, responden a la determinación objetiva y subjetiva del cristianismo. Así, el segundo capítulo lleva por título “Proclamar el evangelio de Jesucristo” y el tercer capítulo “Iniciar a la experiencia cristiana”. En definitiva, el proceso evangelizador llega a su cumbre cuando ayuda a “entrar en una relación viva con Cristo y con el Padre”[24] gracias a la actuación del Espíritu Santo en nosotros.

3.1.                La determinación objetiva de lo cristiano: significación escatológica de la persona de Jesucristo

Toda declinación plenamente conseguida de lo cristiano debe fundarse en la significación escatológica de la figura de Jesús. El concepto “escatología” es entendido aquí como la convicción, fundada en la fe, de que el todo de Dios ha acontecido en un fragmento de nuestra historia; concretamente, en la persona de un judío del siglo I llamado Jesús de Nazaret. O también, por escatología entendemos un misterio de “definitividad” que atraviesa la vida entera de este profeta galileo y que alcanza su cifra más alta en el “Yo soy” de los evangelios. En efecto, Jesús se presenta ante sus contemporáneos como la Persona en la que acontece la llamada última y definitiva de Dios a los hombres. La escatología, por tanto, es la irrupción de la eternidad en el tiempo. La definitividad de Dios se ha hecho historia de un hombre[25]. Por eso, el conjunto del mensaje de Jesús podría ser sintetizado como sigue: “la causa de Dios está unida de modo absoluto a su propia persona”[26]. De hecho, la razón histórica de la condena a muerte de Jesús tiene, en esta blasfema pretensión, su raíz última. Su muerte, “por todos los hombres para el perdón de los pecados” (cfr. Mt 26,28), se ha de comprender desde aquí. Y su resurrección, por la cual Dios lo ha sentado a la derecha de su poder, alcanza, de igual modo, legitimidad y consistencia desde este peso escatológico de lo cristiano.
Éste es el escándalo al cual, el cristianismo, no puede renunciar. A este respecto, afirma Balthasar: “Ser cristiano sólo tiene sentido si se conserva el peso escatológico determinante de la acción de Dios en Jesucristo; sería sin embargo absurdo si tal peso fuese relativizado y si otra instancia fuese igual o superior a él”[27].
Este peso escatológico de la persona de Jesús es el dato fundante de todo el testimonio neotestamentario. Si tuviéramos que individuar el hilo de oro que unifica los veintisiete escritos que conforman el canon del Nuevo Testamento, habría que apuntar ahí: ¿qué relación tiene el Dios vivo y verdadero con este judío, y qué relación, de este judío con Dios, sostiene su pretensión? En este sentido, el binomio Dios y Jesús es la clave de bóveda que da unidad y armonía a todo el conjunto.
En efecto, el Jesús de los evangelios hizo de Dios el centro de su vida y de su mensaje[28]. Jesús nos dice de Dios que es Padre. Es interesante hacer notar que, aunque la expresión “Padre” puede encontrarse en algunos textos del Antiguo Testamento, sin embargo no es, en absoluto, el apelativo más usado para hablar de Dios. Además, en Jesús de Nazaret, este uso encuentra una doble característica que es interesante clarificar para percibir la originalidad de la relación de Jesús con Dios.
En primer lugar, Jesús tiene la osadía de dirigirse a Dios en vocativo; es decir, Jesús se dirige a Dios llamándolo Padre de un modo inmediato y directo: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor” (Mt 11,25); “Quitaron la piedra, y Jesús, mirando al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero digo esto por el bien de los que están aquí, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,41s.). Jesús invoca, llama, nombra a Dios como Padre suyo de una manera que resultó escandalosa a las autoridades religiosas de su tiempo. De hecho, la relación con el Dios de Israel en tiempos de Jesús estaba marcada por una significativa trascendencia y distancia. Es muy difícil encontrar textos de la tradición judía donde el apelativo Padre, aplicado a Dios, no esté envuelto en un uso colectivo y en una enunciación de tercera persona: “Dios, que habita en su santo templo, es padre de los huérfanos y defensor de las viudas” (Sal 68,5); “¿Acaso no tenemos todos un mismo Padre, que es el Dios que a todos nos ha creado?” (Mal 2,10).
En segundo lugar, la palabra concreta que usa Jesús al pronunciar el apelativo “Padre” aplicado a Dios es Abbá[29]. Esto es muy interesante porque Abbá es una palabra tomada del arameo, es decir, Jesús se dirige a Dios usando el lenguaje cotidiano de la vida y no un lenguaje sagrado y litúrgico como el hebreo. Abbá era la primera palabra que balbuceaba un niño pequeño para dirigirse a su padre de la tierra. Por esto, podemos traducir Abbá como papá. Si somos capaces de trascender la materialidad de las palabras, podremos percibir que lo que está en juego es una forma de relación única.
En efecto, Jesús no sólo se limita a decirnos cómo es Dios, sino que diciéndolo a Él, se nos está diciendo a sí mismo. Y, ¿qué es concretamente lo que afirma Jesús de sí mismo al llamar a Dios Abbá? Que Él es “el Hijo”. Jesús hace gala de una relación de inmediatez y cercanía con Dios que lo hace estar en condiciones de erigirse en el intérprete último y definitivo de la voluntad de Dios para nuestro mundo. Jesús no es uno más de los muchos profetas que jalonan la historia de la salvación. Su forma de hablar de Dios, las acciones con las que hacía presente a su Abbá en medio de los hombres, su peculiar modo de oración… ponen de manifiesto una autoridad en Jesús que ya escandalizó, y mucho, a sus contemporáneos: “Y le preguntaron: –¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado esa autoridad?” (Lc 20,2). No estaba en juego simplemente la veracidad de un mensaje, sino la persona misma del mensajero: “¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no viven sus hermanas también aquí, entre nosotros? Y no quisieron hacerle caso” (Mc 6,3). En definitiva, el reproche que late de fondo y que pone en duda la credibilidad misma de Jesús, podría formularse así: ¿Quién te crees que eres tú para decirnos cómo es Dios? De hecho, Jesús diferencia la universal invitación a llamar a Dios Padre, con el uso exclusivo que Él hace del término al decir “Mi Padre”: “No todos los que me dicen ‘Señor, Señor’ entrarán en el reino de los cielos, sino sólo los que hacen la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21); “Si alguien se declara a favor mío delante de los hombres, también yo me declararé a favor suyo delante de mi Padre que está en el cielo” (Mt 10,32); “Jesús les contestó: –¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que tengo que ocuparme en las cosas de mi Padre” (Lc 2,49). En efecto, el apelativo Padre nunca es usado por Jesús en primera persona del plural (“nuestro Padre”), sino de una manera diferenciada, que pone de manifiesto cómo sólo es posible acceder al Padre por medio del que se manifiesta a sí mismo como el Hijo. O de otra manera, en la persona de Jesús acontece algo último y definitivo que supone un salto de nivel con respecto a la historia de la salvación vivida por el pueblo de Israel. Así, en la persona de Jesús de Nazaret, mensaje y mensajero se identifican.
Por esta razón, y en síntesis, podríamos decir que el peso escatológico de la persona de Jesús se cifra en el “por mí” de los evangelios. Esto es algo verdaderamente definitorio de lo cristiano; concretamente, caer en la cuenta de que la relación con Él se presenta como un absoluto, condición de posibilidad de mi propia salvación, es decir, la condición del ganarme o perderme como persona: “Dichosos vosotros, cuando la gente os insulte y os maltrate, y cuando por causa mía digan contra vosotros toda clase de mentiras” (Mt 5,11); “…y hasta os conducirán ante gobernadores y reyes por causa mía; así podréis dar testimonio de mí ante ellos y ante los paganos” (Mt 10,18); “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía y del evangelio, la salvará” (Mc 8,35); “El que os escucha a vosotros me escucha a mí, y el que os rechaza a vosotros me rechaza a mí; y el que a mí me rechaza, rechaza al que me envió” (Lc 10,16). A este respecto, comenta R. Guardini: “No se dice, pues, ‘por la salvación’, ‘por la verdad’, ‘por Dios’, ni siquiera ‘por el Padre’, todo lo cual parecería natural dentro del sentido general del mensaje de Jesús, sino que el motivo vivo en el comportamiento religioso cristiano es Jesús mismo”[30].
  En este sentido, es interesante traer a colación un texto de Benedicto XVI, ya presente en la obertura de su primera encíclica Deus caritas est, también citado en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini 11 y, de nuevo, recogido en los Lineamenta que nos ocupan: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un horizonte nuevo a la vida y, con ello, una orientación decisiva”[31]. De esta manera, el acontecimiento Cristo se constituye en la clave de bóveda de toda realización de lo cristiano que quiera responder a su verdad total. Aquí encontramos el elemento diferenciador que, de modo nítido, dibuja la identidad del cristianismo. En palabras de Balthasar:

Podemos resumir el cristianismo en una de esas expresiones en primera persona, que probablemente no fueron pronunciadas por Jesús mismo, pero en las que fue concentrado cuanto de más desafiante él dijo en su existencia: “Yo soy el camino…”. También Buda y Mahoma podrían haber dicho que eran el camino hacia una verdad desconocida gracias a una revelación particular y por ello podían enseñarla a los demás. Pero después sigue: “Yo soy la verdad”. Es indiferente qué concepto de verdad queramos aplicar aquí, si el veterotestamentario y semítico o el concepto griego. Aquí se habla de algo que es superior a las verdades particulares del universo, que es más comprensivo que todas las afirmaciones de verdad que se puedan hacer sobre la realidad del mundo entero, algo que abarca todas las verdades posibles y de donde éstas extraen la propia verdad específica […] Pero al añadir “Yo soy la vida”, supera cualquier declaración precedente. Se trata de una vida por excelencia, no del limitado principio vital que anima a todos los vivientes, sino de su inagotable y sublime fuente divina, a la que llama también a veces luz – la luz de vida que según Platón y posteriormente Fichte brilla más allá de la zona del ser y de la verdad - , la meta que espera al fin de todo camino, la felicidad que apaga toda sed de sabiduría[32].

        Este es el desafío “que raya con el absurdo porque ha sido lanzado por un solo hombre”[33] y que se sustenta en la pretensión escatológica de Jesús de Nazaret. Sigue afirmando Balthasar:

Así como para la mentalidad griega es simplemente ridículo que un producto de la naturaleza inabarcable pretenda identificarse con el seno que lo ha engendrado, y para el pensamiento judío es todavía más desatinado que una criatura se atribuya las propiedades del creador del mundo y del Señor de la alianza con Israel, así para una imagen del mundo moderna y evolucionista, de cualquier tendencia que sea, es sencillamente absurdo que una pequeña onda se quiera identificar con la propia corriente inmensa, que ha fluido antes de ella durante millones de años y después de ella ha continuado imperturbable su curso. Es absurdo, por tanto, que precisamente en el momento en que la humanidad entra en la época de su propia maduración y de la libre programación del futuro, un hombre afirme encerrar en sí todo el futuro imprevisible, la plenitud de los tiempos y el fin de éstos[34].

En el fondo, estamos poniendo de manifiesto la existencia de un prejuicio que ha permeado ciertas expresiones de lo cristiano y que tendría su fuente en una teología de corte liberal. Aludimos a esta teología liberal no sólo por la influencia que ha tenido en el conjunto del siglo XX, sino por la actualidad que parece mantener en otras corrientes recientes de pensamiento a propósito de la figura histórica de Jesús de Nazaret. Concretamente, estamos aludiendo a la escuela norteamericana, de investigación histórica sobre el judío Jesús, conocida como Jesus Seminar. Su obra más significativa, Los cinco evangelios[35], aparece como una recuperación de los dichos históricos de Jesús donde parece pervivir los postulados más significativos de la teología liberal, a la que hemos aludido.
La teología liberal, del siglo XIX y de primera mitad del siglo XX, pretendiendo pensar la fe en contexto moderno, acababa desnaturalizando la verdad misma del cristianismo[36]. Y ello porque asumía un prejuicio propio de la razón moderna: la eternidad no puede mediarse en el tiempo, lo absoluto no acaece en el escenario de lo contingente, un judío de la Palestina del siglo primero no puede ser la manifestación plena de Dios a los hombres[37]. Las consecuencias que se derivaron de aceptar un prejuicio de tal calibre fueron fundamentalmente dos, reflejadas ya en el conjunto de esta reflexión. La primera, la diferenciación fundamental entre mensaje y mensajero. Así es, Jesús habría sido un maestro egregio de la época, con unas dotes maravillosas para la comunicación y una alta significación humana para sus discípulos, pero nunca habría tenido la pretensión de que su persona fuera parte constitutiva del mensaje mismo. Su doctrina consistió en poner rostro de Padre a Dios y en invitar a los hombres a participar de su Reino. Él fue simplemente el guía que conducía a todos los hombres a una meta común. Todos, en definitiva, podemos ser Cristo[38]. La segunda consecuencia derivada del prejuicio fue, para esta teología liberal, la plasmación de un cristianismo sin ningún potencial escatológico. En efecto, negada a Dios la posibilidad de decirse en el tiempo, el mensaje de Jesús queda reducido a una simple explanación de carácter ético y moral: desarrollar en la propia existencia el género de vida que le es propio al que considera a Dios el Padre de todos los hombres e invita a entrar en el Reino de los hijos. 
En síntesis, la determinación objetiva de lo cristiano apunta a la aparición de una presencia en medio de los hombres que reclama para sí una contundente pretensión de definitividad. Dios se manifiesta de modo absoluto en este judío.


3.2.                La determinación subjetiva de lo cristiano: la persona del Espíritu Santo en su misión actualizadora

Hasta aquí he presentado la determinación objetiva de lo cristiano, definitiva para cualquier realización integral del mismo. Pero es necesario completar esta reflexión apelando a la determinación subjetiva. Como ya he afirmado, podría decirse que la esencia del cristianismo sólo llega a su cumbre cuando se convierte en existencia del cristiano; es decir, se hace necesario un paso de la esencia a la existencia[39]. En efecto, “el cristianismo sólo es verdad completa si llega a la subjetividad, historicidad y personalización individual”[40]. Es lo que los Lineamenta llama, en el tercer capítulo, “Iniciar a la experiencia cristiana” y que, en el conjunto de la tradición eclesial, especialmente en las Iglesias orientales, se ha conocido como “mistagogía”. Si tuviéramos que formularlo a la manera de preguntas, éstas serían: ¿cómo se puede hacer existencia vivida esta eternidad que preña el tiempo y que vemos cumplida en la vida, pretensión, muerte y resurrección de Jesucristo?, ¿cómo se da el paso de la esencia del cristianismo a la existencia del cristiano?, ¿de qué forma se hace vida en nosotros la misma vida de Cristo y la posibilidad de entrar en relación con el Padre?
Podría responderse a estas preguntas de modo retórico: ¿recordando los acontecimientos de su existencia?, ¿estudiando su vida?, ¿comprendiendo su mensaje?, ¿reverenciando su causa?, ¿imitando su ejemplo?, ¿celebrando un culto “específicamente” cristiano?, o incluso ¿amando su persona? Es interesante caer en la cuenta de que, por estos caminos, se abre un abismo insalvable entre Cristo y nosotros. En la lógica del Nuevo Testamento, la única manera de pasar de la esencia de lo cristiano a la vivencia del mismo es la fe. Ahora bien, un acto de fe que no ha de considerarse como una realidad psicológica o ética, sino como un verdadero “nacer de nuevo” (Jn 3,3). De hecho, no es extraño que, especialmente en la teología paulina, la fe esté relacionada, de modo absolutamente íntimo, con el bautismo: “Al ser bautizados, fuisteis sepultados con Cristo y resucitados con él, porque creísteis en el poder de Dios, que le resucitó. En otro tiempo estabais muertos espiritualmente a causa de vuestros pecados y por no haber sido circuncidados; pero ahora Dios os ha dado vida juntamente con Cristo, en quien nos ha perdonado todos los pecados” (Col 2,12s.). En efecto, la fe se convierte en una realidad, otorgada por el Espíritu Santo, que posibilita hacer vida en nosotros la misma vida de Cristo, como real participación de su ser. Afirma R. Guardini:

“Fe” no significa, pues, algo psicológico, ni una simple forma de conciencia, sino un estar-referido y estar-vinculado de naturaleza real. Creer, ser renovado y sellado por el bautismo, significa un proceso por el cual el hombre entra en la inexistencia alternativa pneumática con el Redentor eterno-real; un proceso por el cual recibe la figura, la acción, la pasión, la muerte y la resurrección del Redentor como forma y contenido de una nueva existencia[41].

La salvación obrada por Cristo, en obediencia a la voluntad del Padre, se hace real en nosotros, los creyentes de todos los tiempos, como obra propia del Espíritu Santo. Así, nuestra relación con Cristo ha de entenderse como una verdadera inclusión en su misma vida, como real vinculación y participación de su ser. De hecho, “la frase se ha repetido a lo largo de la historia desde Orígenes en la Patrística y los místicos del Rhin hasta nuestros días: ¿Qué me aprovecharía a mí que Jesús naciera en Belén si no nace en mí?”[42].
Por tanto, es misión del Espíritu Santo propiciar en el cristiano una verdadera participación en el evento histórico “Cristo” por medio de una actualización del mismo. Esta actualización acerca el misterio a nuestro “aquí” y “ahora”, abriendo la puerta a una real inclusión en este género de vida nueva: “Hijitos míos, otra vez sufro dolores por vosotros, como los dolores de parto de una madre. Y seguiré sufriéndolos hasta que Cristo se forme en vosotros” (Gal 4,19). En definitiva, lo que propicia el envío del Espíritu Santo a nosotros es la creación de un orden nuevo de relaciones que recrean la realidad toda. Cuando hablamos de las “misiones” de las personas divinas o de su “envío” a nosotros, el lenguaje nos puede traicionar. Dios no envía en el sentido en que estuviera en un lugar y, desde allí, ofrece al mundo. O el Espíritu no desciende como si se tratara de un movimiento espacial. Enviar es justamente eso: crear órdenes nuevos de relaciones; o también, incluir e incorporar a la misma vida trinitaria.
Desde este punto de vista, la evangelización llega a su culmen cuando se hacen efectivas  “relaciones” selladas por el don de la “filiación” con Dios Padre y el don de la “fraternidad” con todos los hombres y mujeres de nuestro mundo. El apóstol Pablo articula, de un modo impecable, la determinación objetiva y subjetiva de lo cristiano, mostrando cómo el acontecimiento trinitario de la encarnación del Hijo genera, por la fuerza del Espíritu en nosotros, un universo de relaciones, por las que podemos llamar a Dios Padre: “Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, que nació de una mujer, sometido a la ley de Moisés, para dar libertad a los que estábamos bajo esa ley, para que Dios nos recibiera como a hijos. Y para mostrar que ya somos sus hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestro corazón; y el Espíritu grita: “¡Abbá! ¡Padre!” (Gal 4,4-6).
Así pues, se hace necesario barajar este doble vector objetivo y subjetivo del cristianismo para poner de manifiesto que la salvación sólo acontece cuando la historia de Dios, hecho carne en su Hijo por la fuerza del Espíritu, se convierte en nuestra propia historia personal y colectiva. “Para el hombre salvación propia y participación en Dios es una misma cosa”[43]
Termino este apartado, con unas palabras muy conocidas del metropolita Ignacio Hazim, que pronunció en 1968 en la inauguración de la Conferencia Ecuménica de Upsala, en Suecia. Hablando de la acción del Espíritu en nosotros, decía:

Sin el Espíritu Santo, Dios está lejano, Jesucristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia es una simple organización, la misión una propaganda, la autoridad una dominación, el culto una evocación, el actuar cristiano una moral de esclavos. Pero en el Espíritu Santo, el cosmos es exaltado y gime hasta que dé a luz el Reino, el Cristo resucitado está presente, el Evangelio es una potencia de vida, la Iglesia significa la comunión trinitaria, la autoridad un servicio liberador, la misión un nuevo Pentecostés, la liturgia un memorial y una anticipación, el actuar humano es deificado.
     
4.      Conclusión: ¿Qué es evangelizar?

La respuesta que el cristianismo da ante la afirmación desproporcionada de su identidad escatológica es lo que podríamos llamar, en un sentido genérico, “la creación en Cristo”. En efecto, la osadía de iluminar el conjunto de lo real “bajo la determinación de una realidad personal, a saber: bajo la persona de Jesucristo”[44] responde a la verdad revelada que visibiliza a la creación como la gramática en la que Dios, en la plenitud de los tiempos, habría de decirse como encarnado en su Hijo Jesucristo[45]. Así, para el cristianismo, la creación es el material previo que se instaura para hacer realidad una posible historia humana de Dios. De esta manera, la aparente objetividad del universo tiene su factor de concreción en el deseo divino de decirse a los hombres como un Dios encarnado. De ahí que Jesucristo acontezca como aquel por quien han sido creadas todas las cosas (cfr. Col 1,16), y muy especialmente el hombre.
Desde aquí, entendemos que el cristianismo no puede quedar confundido con una moral, por muy excelsa que ésta sea, como se pretendía con la reducción ética. Evangelizar no es ofrecer valores y actitudes que orienten la vida de los hombres. Tampoco el cristianismo es susceptible de quedar confundido con un ritualismo escénico, como se pretendía con la reducción estética. Evangelizar no es provocar al sentimiento, ni crear emociones. De la misma manera, no podemos confundir lo cristiano con nuestra psicología o con un mero autoconocimiento, como se pretendía con la reducción dietética. Evangelizar no es proporcionar una guía detallada de autoayuda.
Ahora, una vez que he delineado las determinaciones objetivas y subjetivas de lo cristiano, puedo dar una definición clarificada de lo que decimos cuando hablamos de “evangelización”. Evangelizar es poner todo cuanto existe bajo la determinación de una realidad absolutamente singular, la persona de Jesucristo, para que sea creado, con la fuerza del Espíritu Santo, un nuevo universo de relaciones, donde los hombres, pudiendo llamar a Dios Padre, experimenten el don de la fraternidad.



[1] Biblioteca de Autores Cristianos (ed.), La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Lineamenta, BAC, Madrid 2011, 19.
[2] Ibid., 20
[3] Ibid.
[4] Cfr. W. Kasper, La nueva evangelización: un desafío pastoral, teológico y espiritual, en G. Augustin (ed.), El desafío de la nueva evangelización. Impulsos para la revitalización de la fe, Sal Terrae, Santander 2011, 25-31
[5] Lineamenta, 31.
[6] Ibid. 38.
[7] Ibid, 44.
[8] Me han servido como inspiración las reflexiones de Carlos Díaz sobre el sujeto ético, transmutado en el desarrollo de la modernidad en sujeto estético, dietético e incluso, según afirma él mismo, patético. Cfr., en este sentido, C. Díaz, El sujeto ético, Narcea, Madrid 1983.
[9] Cfr. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 19982, 210s.
[10] Cfr. J.S. Béjar, Cristianismo, Islam e Ilustración. A propósito del discurso de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona: Pensamiento 64 (2008) 1027-1031.
[11] I. Kant, El conflicto de las Facultades, Losada, Buenos Aires 1963, 50.
[12] Cfr. O. González de Cardedal, La entraña, 214s; y también, del mismo autor, Cristología, BAC, Madrid 2001, 329s.
[13] Esta argumentación se puede ver reconocida en los Lineamenta preparatorios del Sínodo. Especialmente significativo es un texto del papa Benedicto XVI dirigido a los obispos del Brasil en su visita ad limina del año 2009. El papa se dirigía a ellos como sigue: “En los decenios sucesivos al Concilio Vaticano II, algunos han interpretado la apertura al mundo no como una exigencia del ardor misionero del Corazón de Cristo, sino como un paso a la secularización, vislumbrando en ella algunos valores de gran densidad cristiana, como la igualdad, la libertad y la solidaridad, y mostrándose disponibles a hacer concesiones y a descubrir campos de cooperación […] Sin darse cuenta, se ha caído en la autosecularización de muchas comunidades eclesiales; estas, esperando agradar a los que no venían, han visto cómo se marchaban, defraudados y desilusionados, muchos de los que estaban: nuestros contemporáneos, cuando se encuentran con nosotros, quieren ver lo que no ven en ninguna otra parte, o sea, la alegría y la esperanza que brotan del hecho de estar con el Señor resucitado”, en Lineamenta, 85 (n. 76). 
[14] Cfr. A. Jiménez Ortiz, Por los caminos de la increencia. La fe en diálogo, CCS, Madrid 1993, 75-90 e Id., La teología fundamental ante el desafío de la increencia, en C. Izquierdo (ed.), Teología fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Desclée De Brouwer, Bilbao 1999, 129-179. También cfr. B. Forte, Cristo, nuestra esperanza, revela el sentido de la vida y de la historia: Scripta Theologica 33 (2001) 827-841.
[15] Cfr. J.S. Béjar, ¿Cómo hablar hoy de la resurrección? Lectura simbólico-narrativa del relato de Emaús, Khaf, Madrid 2010, 83-88.
[16] Pienso, luego existo es el comentario de un intelectual que subestima el dolor de muelas. Siento, luego existo, es una verdad que posee una validez mucho más general y se refiere a todo lo vivo”, en M. Kundera, La inmortalidad, Tusquets Editores, Barcelona 1990, 242.
[17] Lineamenta, 40s.
[18] “Europa tiene fama de ser una civilización basada en la razón. Pero igualmente podría decirse que es la civilización del sentimiento; creó un tipo de hombre al que denominó hombre sentimental: homo sentimentalis […] El homo sentimentalis no puede ser definido como un hombre que siente (porque todos sentimos), sino como un hombre que ha hecho un valor del sentimiento”, en M. Kundera, La inmortalidad, 232.234. Cfr. también L. González de Carvajal, Ideas y creencias del hombre actual, Sal Terrae, Santander 1993, 153-178.
[19] Cfr. B. Forte, La porta della Belleza. Per un´estetica teologica, Morcelliana, Brescia 2002, 7s.; Teologia in dialogo. Per chi vuol saperne di piú e anche per chi non ne vuole sapere, Raffaello Cortina Editore, Milano 1999, 68ss. y La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002, 147-155.
[20] Cfr. J.M. Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander 1998.
[21] Lineamenta, 38s.
[22] “Sin embargo, estas potencialidades no pueden esconder los riesgos que la difusión excesiva de una cultura de este tipo está ya generando. Se manifiesta una profunda concentración egocéntrica sobre sí mismo y solamente sobre las necesidades individuales”, en Lineamenta, 40.
[23] Esta argumentación se puede ver reflejada, de un modo muy heterogéneo e irregular, en un nuevo movimiento emergente que se ha dado en llamar “transpersonal”. Cfr., entre otros, W. Jäger, En busca de la verdad. Caminos-Esperanzas-Soluciones, Desclée De Brouwer, Bilbao 1999; Partida hacia un país nuevo. Experiencias de una vida espiritual, Desclée De Brouwer,  Bilbao 2005; Sabiduría de Occidente y Oriente. Visiones de una espiritualidad integral, Desclée De Brouwer, Bilbao 2008; La vida no termina nunca, Desclée De Brouwer, Bilbao 2007; K. Wilber, Breve historia de todas las cosas, Kairós, Barcelona 2005; La conciencia sin fronteras. Aproximaciones de Oriente y Occidente al crecimiento personal, Kairós, Barcelona 2007; E. Martínez Lozano, La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la libertad espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009; ¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio religioso, Desclée De Brouwer, Bilbao 2008 y Recuperar a Jesús. Una mirada transpersonal, Desclée De Brouwer, Bilbao 2010.

[24] Lineamenta, 90.
[25] Afirma H. U. Von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, vol. VII, Encuentro, Madrid 1997, 139s.: “lo eterno presente en el instante pasajero. De hecho lo eterno está presente ahora en esta vida humana y en cada uno de sus instantes como nunca había estado antes ni estará después […] como lo que se realiza aquí y ahora: lo que se debe afirmar a cualquier precio […] en el decurso y en la muerte de esta única vida”
[26] J. S. Béjar, Dios en Jesús. Evangelizando imágenes falsas de Dios. Ensayo de cristología, San Pablo, Madrid 2008, 143.
[27] H.U. von Balthasar-J. Ratzinger, ¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, Sígueme, Salamanca 1974, 49.
[28] “Aun aceptando todo esto, en cuanto me era posible, he intentado presentar al Jesús de los Evangelios como el Jesús real, como el ‘Jesús histórico’ en sentido propio y verdadero”, en J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, I, La esfera de los libros, Madrid 2007, 18. Esta aseveración del papa deja paso a una segunda afirmación, también esencial para comprender su propuesta cristológica: “Éste es también el punto de apoyo sobre el que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Sin esta comunión no se puede entender nada y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy”, en Ibid., 10.
[29] Cfr. O. González de Cardedal, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, BAC, Madrid 19933, 97ss. 
[30] R. Guardini, La esencia del cristianismo, Ediciones Guadarrama, Madrid 1959, 42.
[31] Lineamenta, 56.
[32] H.U. von Balthasar-J. Ratzinger, ¿Por qué soy todavía cristiano?, 18s. En este mismo sentido, y a propósito de Buda, afirma R. Guardini, La esencia, 29s.: “Respondiendo a la demanda de su discípulo predilecto Ananda, que le pide que instituya un último orden antes de su muerte, responde Budha: ‘¿Qué es lo que espera todavía la comunidad de los Bhikkhu de mí, Ananda? He proclamado la doctrina sin distinguir un dentro y un fuera, porque el Tathagata no es avaro cuando se trata de la doctrina, tal y como suelen serlo los maestros. El que alberga la idea recóndita: ‘Quiero ser yo quien dirija la comunidad de los Bhikkhu’, o bien: ‘La comunidad de los Bhikkhu tiene que quedar vinculada a mí’, es posible que tenga que tomar determinadas disposiciones en relación con el rebaño de los Bhikkhu. El Tathagata, empero, no conoce estas ideas recónditas… Buscad, pues, Ananda aquí abajo Lucidez y refugio en vosotros mismos y en ningún otro sitio… Y todo Bhikkhu que, ahora o cuando yo ya no exista, busque lucidez y refugio en sí mismo y en la doctrina de la verdad, y en ningún otro sitio, estos Bhikkhu que busquen tan celosamente, serán tenidos por los más elevados’. La significación religiosa de Budha es, pues, extraordinaria; en último extremo, empero, dice sólo lo que, en principio, podría decir también otro hombre cualquiera. Lo que hace es indicar el camino que existe también sin él, y con la vigencia de una ley universal. La persona misma de Budha no se halla dentro del ámbito de lo propiamente religioso”.
[33] Balthasar-Ratzinger, ¿Por qué soy todavía cristiano?, 19.
[34] Ibid., 20.
[35] Cfr. R.W. Funk, R.W. Hoover And The Jesus Seminar, The five Gospels. What did Jesus really say? The Search for the Authentic Words of Jesus, HarperCollins, New York 1993.
[36] Cfr. J.S. Béjar, Donde hombre y Dios se encuentran. La esencia del cristianismo en B. Forte y O. González de Cardedal, EDICEP, Valencia 2004, 99-118.
[37] Cfr. G.E. Lessing, Sobre la demostración en espíritu y fuerza, en A. Andreu Rodrigo (ed.), Escritos filosóficos y teológicos, Editora Nacional, Madrid 1982, 448s.
[38] “El creyente puede seguir diciendo que Jesús es Dios manifestándose. Pero igual que lo es todo ser, en la medida en que lo dejamos y somos conscientes de ello”, en E. Martínez Lozano, Recuperar a Jesús, 152.
[39] Cfr. O. González de Cardedal, La entraña, 27ss.
[40] Ibid., 699.
[41] R. Guardini, La esencia, 76s.
[42] González de Cardedal, La entraña, 703.
[43] Ibid., 701.
[44] R. Guardini, La esencia, 21.
[45] Cfr. K. Rahner, Sobre la teología de la celebración de la Navidad, en Escritos de teología, III, Taurus Ediciones, Madrid 1968, 35-45.

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