lunes, 24 de junio de 2013

PREÁMBULOS DE LA FE IV

...Cinco razones para creer
Tercer retrato
El sentido
La desproporción entre lo efímero de la existencia y el suelo que la sostiene


Es fácil percatarse de lo efímero de nuestra existencia. Una doble constatación la pone de manifiesto: no existo desde siempre y no existiré para siempre. Tan fácil, y tan complejo; porque el hombre no se resigna a convertirse, como afirmaba M. Heidegger, en “un ser para la muerte”.

¿Qué soy?
Entre dos oscuridades.
¿Qué soy, por tanto?, ¿una cerilla que ilumina débilmente entre dos oscuridades, entre dos “nadas”? A esto es a lo que llama la filosofía “contingencia”. El hombre es un ser contingente, es decir, no es necesario, existe pero podría no existir. O de otra manera, la contingencia de la naturaleza humana pone de manifiesto que el hombre no tiene fundamento en sí mismo. De pronto, nos encontramos aquí y administramos una libertad que no hemos pedido que se nos conceda.
Sin embargo, y siendo todo lo que hemos dicho verdad, parece que pisamos tierra firme. Repentinamente, a pesar de lo efímero de nuestra existencia, la vida se impone y nos seduce con una verdad que damos por supuesta: merece la pena vivir. No somos eternos, sino temporales, y todo lo que engendra el hombre lleva el marchamo del paso inevitable del tiempo. Pero, aun así, nos levantamos cada mañana, afrontamos la vida, luchamos con ilusión por aquello en lo que creemos, conquistamos una parcela de la realidad a la manera de una profesión, nos dejamos alcanzar por el amor y nos emparejamos, ofrecemos hijos al mundo y nos arriesgamos en ello…

A mi juicio, se trata de una confesión de sentido del propio Camus: en los hombres hay más cosas dignas de admirar que todo lo contrario, a pesar de lo sufrido, de la transitoriedad de la vida, del olvido y la injusticia.
Aquí encontramos una demanda de sentido y de finalidad que, en medio de la confesión de un posible absurdo, pugna por salir e imponerse como el suelo de nuestra existencia. La aparición del hombre ha de tener un sentido y un fin que ofrece lo específico de nuestra naturaleza en relación al resto de seres vivos. El ser humano, en esta discontinuidad con el mundo animal, se encuentra referido a una nada y a un todo. Y es ahí donde ha de optar. Curiosamente, aunque los avances científicos han conocido un desarrollo extraordinario, las grandes preguntas de la existencia humana siguen prácticamente intactas. Una de esas preguntas, a la que la ciencia y la filosofía no pueden responder, es este interrogante de sentido y de finalidad. Esta demanda de sentido, aunque no es una prueba concluyente de la existencia de Dios, apunta hacia la religión como un posible lugar de respuesta. 



Apostar por Dios es apostar un finito por un infinito.
Si apuesto al sí, “Dios existe” (hay sentido), y al morir descubro que no era cierto, no habré perdido nada y habré ganado el vivir con sentido esta vida. Apostar por Dios es apostar un finito por un infinito, es decir, arriesgo bienes efímeros de este mundo en pro de un Dios que es garantía de plenitud. Es cierto que se trata de una apuesta donde existe un elemento hipotético: la misma posibilidad de que sea verdad la existencia de Dios. Está la objeción de que apostamos algo real contra algo hipotético, pero esta es la dinámica del juego y del riesgo. La clave de esta apuesta a favor del sí es que, si ganamos, ganamos todo, y si perdemos, no perdemos nada:
Creer o no en Dios reconfigura absolutamente los cimientos en los que se construye la propia vida.

De esta manera, esta nueva forma de declinar la desproporción puede convertirse en otro digno pórtico de entrada a la fe. El ser humano experimenta una exigencia de sentido y, al mismo tiempo, la vida acaba imponiéndose con su persuasión: la realidad es buena. Así, porque la vida tiene sentido, podemos dar un sentido a nuestra vida. Existe un dato previo que se impone, más allá de nosotros, ofreciendo un suelo sólido para pisar en esta vida.
El creyente apuesta por la Luz
La misión es una realidad que acaba configurando nuestra identidad más profunda porque somos aquello a lo que estamos llamados. La misión se recibe, de modo personal e intransferible, pero también está requerida de una aceptación complacida del llamado. Es el eterno diálogo que se establece en la Biblia entre el Dios que llama, siempre para una misión, y un hombre que recibe dicho encargo. La misión sobrepasa siempre las posibilidades del que la recibe; y, justo por ello, tiene la garantía del encargo divino

1 comentario:

  1. No sé si en esta ocasión acertaré a poderlo mandar, en otras anteriores que lo intenté no lo logré. Creo que esta actividad que el Centro DARI se ha propuesto y nos ofrece para mantener activas nuestras "neuronas de la fe" en este verano es de lo más positivo. Los lectores asiduos tendríamos que ingeniárnoslas para difundir esta muy loable acción.
    Gracias buen verano y a ver que hacemos para que leamos esto mas.

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