lunes, 18 de abril de 2016

Conmemoración en Guadix

PUBLICAMOS LA CONFERENCIA QUE PRONUNCIÓ FERNANDO MELGAR EN EL ENCUENTRO DEL DÍA 16 Y 17. LE AGRADECEMOS EL PODERLA COMPARTIR
Publicamos el texto completo


TESTIMONIO Y MISIÓN DEL CRISTIANO HOY

ENCUENTRO ACIT ANDALUCIA ORIENTAL. GUADIX  9-10 ABRIL


Buenos días a todos. Agradezco de corazón a Jorge y a toda la Junta Directiva de la Asociación ACIT Andalucía Oriental la invitación que en su momento me hizo para acompañaros en este encuentro, un agradecimiento que es doble: por un lado el hecho de poder vivir esta experiencia junto a vosotros, y por otro, la oportunidad de volver a esta querida tierra de Guadix, un monte Sinaí para los miembros de la institución Teresiana, lugar cuyas calles, plazas, cuevas y edificios nos hablan de San Pedro Poveda de una manera especialmente profunda.


“Testimonio y misión del cristiano hoy” es el título del tema que Junto con Jorge, pensamos para hoy. Y ¿porqué este título y tema?, pues…porque creo sinceramente, que hoy más que nunca en nuestra vida, estamos llamados a ser coherentes con nuestro ser cristiano, con nuestra misión; que hoy más que nunca, la Iglesia, nos pide dar un testimonio creíble en la sociedad en la que nos ha tocado vivir, un testimonio cuyo ejemplo vivo y directo lo tenemos en Jesús de Nazaret.
No voy a decir a nadie en qué lugar, momento o forma ha de realizar su misión y dar testimonio cristiano, eso lo dejo para cada uno, pues es cada persona la que tiene que descubrir, meditándolo y orando, cuál es el lugar en el que Cristo le llama para dar su testimonio.
He buscado en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua el significado de ambos términos, y dice así:
MISION: del latín missio-missionis. Acción de enviar. Poder, facultad que se da a alguien de ir a desempeñar algún cometido. Salida o peregrinación que hacen los religiosos y varones apostólicos de pueblo en pueblo o de provincia en provincia, o a otras naciones predicando el evangelio. Me quedo con “Acción de enviar”.
TESTIMONIO: del latín testimonium. Atestación o aseveración de algo. Instrumento autorizado por escribano o notario, en que se da fe de un hecho, se traslada total o parcialmente a un documento o se le resume por vía de relación. Prueba, justificación y comprobación de la certeza o verdad de algo.
En el recientemente estrenado “Itinerario del Miembro ACIT”, en su punto VII nos dice:”El testimonio personal requiere también el de nuestras comunidades, y el de nuestra asociación como sujeto social. Nuestros grupos y familias deben ser comunidades testimonio que irradien la fe y el carisma que las convoca. Comunidades de esperanza, de perdón y crecimiento, que acojan y ofrezcan una y otra vez, con frescura e ilusión, el carisma que les es entregado para servicio del mundo. Estamos llamados a acompañar e iluminar con la luz del mensaje de Jesús las búsquedas y necesidades de nuestro tiempo en este aspecto tan vital para la vida de las personas y de las sociedades.
Para los cristianos misión y testimonio van unidas, deben ir el uno junto a la otra; no entendemos una misión sin dar en ella testimonio de lo que somos, testimonio de Cristo.
El Concilio Vaticano II dice sobre la misión de los laicos, que estamos llamados “particularmente, a hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos. El campo propio de su acción evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, etc. Es urgente y necesario acentuar esta dimensión. Sin olvidar que la corresponsabilidad de los laicos comprende la edificación de la comunidad eclesial y su acción evangelizadora en la sociedad civil”.
Como dice Lourdes Zambrana, hacen falta “Nuevas Militancias para tiempos Nuevos”, y esta idea que puede parecernos novedosa, San Pedro Poveda la tenía muy clara y sabía que esa era la única forma de compromiso cristiano, estar, vivir y actuar con los tiempos en que a cada uno nos ha tocado vivir. Eso fue lo que él hizo,  actuar con acciones acordes a las necesidades de las personas y de la sociedad de su tiempo. Poveda nos propone una espiritualidad laical cuyo prototipo habían de ser los primeros cristianos. “Vosotros sois la sal de la tierra”, nos dice en un escrito del año 1.920, en el que refleja muy bien cómo estar en el mundo, siendo uno más, y al mismo tiempo sanando y dando sabor. Comienza esta reflexión con una afirmación central que vertebra todo su pensamiento: “vuestra vida lo es de apostolado”, y la comparación que elige es la de la sal. Al referirse a la institución Teresiana como “obra de apostolado”, y al calificar la misión y la vida de sus miembros como apostólica, nos está expresando su convicción de que la evangelización es su fin último, la razón de ser de una asociación laical que se sabe llamada a hacer presente el evangelio en medio de las estructuras públicas de la sociedad civil. Para Poveda la pasión por el Reino es la única que configura plenamente la vida del miembro de la Institución Teresiana, unificándola y estructurándola de manera integradora. Desde ahí confronta otras aproximaciones a lo humano y se decanta por una vida que acoge y sirve a la causa de Dios en medio del mundo, dando testimonio de ello con las palabras y los hechos. De esta manera, la evangelización es una nota de identidad inseparable del carácter laical de la vocación teresiana. Con la imagen de la sal Poveda ilustra cómo entiende una vida laical, “una vida fundida con las gentes, con sus sufrimientos, con sus angustias, sus esperanzas e ilusiones, y vida sanadora a lo divino”, nos dice, y esto es lo que aquí en Guadix comenzó haciendo. En la comparación de la sal también aparece la idea de la encarnación, fuente de la espiritualidad laical povedana e inspiración del “humanismo verdad” (74. 1915). La invitación que Poveda nos hace de ser sal de la tierra, es por tanto, una provocación a encarnarse “de esa manera”, en las distintas realidades, sin reducir las exigencias de una vida que, como la de Jesús, se ejercita en la mirada ofrecida y recibida, y en el contacto con las personas y con las situaciones, es “tratar con el mundo y ser en lo interior extraños del mundo”, idea esta paradójica que apunta a un modo de estar y comprometerse contracultural, como lo fue en muchos casos el de los primeros cristianos. Esta es, sin duda, una clave irrenunciable de toda vocación cristiana y, por supuesto, de la vocación laical. La idea de la sal nos habla también de identificarnos con Cristo abrazando al mundo con el mismo amor pleno, gratuito, total y liberador con el que Dios ha amado al mundo en Cristo crucificado, idea que está en estrecha relación con la invitación povedana a ser “crucifijos vivientes”, esto es, no sólo a creer en Cristo, sino a vivir en Cristo. A una conversión de cabeza y corazón que el paso de los años hace más profunda y más sólida, ayudándonos de manera significativa a la misión de ser sal.
En palabras de Benedicto XVI, la misión del católico es anunciar a Cristo al mundo, para ello es imprescindible desechar la idea que hoy nos intentan imponer de que la religión es un asunto privado, no un tema de conversación entre personas educadas. No se puede reducir la fe a una motivación para el actuar individual, para el individualismo. No puede haber una identidad cristiana evangelizadora si lo laicos no somos personas que vivamos más el apego al Reino de Dios. Compartir a Cristo con los demás no es lo mismo que compartir un consejo para invertir en bolsa o una receta de una tarta riquísima. Es una actuación esencialmente personal que hace que saltemos a la palestra para convertirnos en testimonio vivo de la verdad que compartimos, haciendo que nuestras acciones empiecen entonces a ser medidas por el rasero de nuestras palabras, con la dificultad añadida, de que la cultura circundante, es muy diferente a la que el Evangelio nos invita a vivir. La cultura se ha vuelto tóxica, y es tan grande la distancia que separa la vida que el mensaje de Cristo nos invita a vivir, de la vida a la que nos invita la sociedad, que a veces no podemos salvarla, haciendo auténticas obras malabares para cerrar esta brecha. A esto nos llama nuestra misión, a transformar no sólo a las personas concretas, sino toda la cultura, haciéndonos ver que así como la descristianización de la sociedad ha alejado de la iglesia a innumerables mujeres y hombres, del mismo modo podemos hacer que estos mismos hombres y mujeres que un día se alejaron de la iglesia hoy vuelvan a ella.
Minutos antes de que Jesús ascendiera al Padre, les dijo a sus discípulos: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado” (Mt28,19-20). El mandato “Id” apunta a la misión, a la proclamación inicial, el movimiento del discípulo que se dirige al mundo para proclamar la Buena Nueva. “Enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado” indica la labor catequética del cristiano, y el “bautizándolos” señala el elemento sacramental de la misión: la llamada a traer a todos los pueblos de la tierra a la familia de Dios. Este es el motivo por el que la misión debe basarse en la Eucaristía, que nos da la fuerza necesaria para crecer en el amor y en la fe y nos obliga a compartir esa fe con otros. Cuando comprendemos esto, comprendemos el auténtico alcance de la misión, vemos la plenitud de la fe que se nos encomienda compartir, y vemos la plenitud de la misión a la que estamos llamados.
Hace casi dos mil años, en Galilea, Jesús llamó a Simón Pedro junto a sí una y otra vez: cuando Pedro, con su hermano Andrés, fueron a ver a Jesús por primera vez; cuando Jesús utilizó la barca de Pedro para predicar desde el agua; cuando las redes de Pedro reventaban por la enorme cantidad de peces; cuando Pedro caminó sobre las aguas; cuando Jesús habló con Pedro en la playa del lago Tiberiades después de la Resurrección… cada una de estas acciones de Jesús era una llamada a un nivel de fe más profundo. A medida que Pedro iba teniendo esos encuentros, aprendía más sobre Jesús y sobre sí mismo. Aprendió todo lo que podía llegar hacer si confiaba en Dios. Y aprendió que, a pesar de toda su fe, podía traicionar a Aquel que amaba tanto. Cada sí de Pedro se convertía en una lección de humildad, una humildad que le permitió al final recibir la fuerza para llevar a otros a Cristo.  Pedro es un ejemplo real en nuestras vidas, ejemplo que debemos imitar. Cada día, en las circunstancias ordinarias de nuestra vida, Cristo nos llama junto a sí, no hay una sola llamada, hay muchas, por lo que un solo sí no es suficiente. La vida del cristiano es un continuo sí a Dios, cuantas más veces le decimos sí más crece en nosotros el amor, necesario e imprescindible para la misión.
Durante los primeros mil años de cristianismo, el evangelio de san Mateo, fue la referencia primordial sobre cualquier otro evangelio. El motivo era que reconocían en él una presencia muy cercana de la figura de Jesús. Desde el capítulo primero, donde Mateo cita al profeta Isaías: “Mirad, la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrá por nombre Enmanuel, que significa Dios con nosotros” (Mt 1,23), hasta las últimas palabras del último capítulo, “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), Jesús parece salir al exterior del texto en cada una de sus páginas. Su presencia en el evangelio, igual que en el mundo, es una presencia perdurable. Esa característica le da al evangelio de Mateo una gran fuerza. Nos recuerda que nuestra tarea es proclamar a una persona, no una filosofía, ni una teología, nuestra tarea es proclamar a Jesús, su vida, sus palabras, su modo de hacer e incluso, su idiosincrasia. Eso es lo que hace Mateo, nos conduce a un encuentro con el Dios que nos ama, y nos muestra cómo nos amó a nosotros. Esta fue la misión de los primeros cristianos y esta debe seguir siendo la nuestra, y para conseguirlo, no son suficientes las palabras solamente, ni tampoco exclusivamente las acciones, debemos unirlas ambas, así, uniendo palabras y obras, nuestro testimonio personal presentará la fe como un todo vivo, evitando que se convierta en un conjunto de doctrinas fragmentarias, separadas de Cristo y sin conexión entre sí, solamente de esta manera nuestra presencia y mensaje será creíble y cuestionará al otro. Así nos lo recuerda Mateo: la palabra de Dios no sólo informa, actúa y transforma.
Otra de las características importantes en la labor misionera de un cristiano es recordar que no estamos solos, recordar que somos Iglesia. De los cuatro evangelistas mateo es el único que se refiere explícitamente a la Iglesia. En dos ocasiones escuchamos la palabra “ecclesia” de los labios de Jesús: “sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mt16,18) y “si tampoco quiere escuchar a la iglesia, tenlo por pagano y publicano” (Mt 18,17).
“El cristiano es, en la iglesia y con la iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Esta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo Resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida”, nos recuerda el Papa emérito, para esta misión, continúa diciendo, es necesario “escuchar más atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el pan de su presencia, esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores de Jesús Resucitado en el mundo, haciéndole presente en los diversos ámbitos de la sociedad, y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida abundante que ha ganado con su cruz y resurrección  y que sacia las más legítimas aspiraciones del corazón humano. De hecho, los anhelos más profundos del mundo y las grandes certezas del evangelio se unen en la inexcusable misión, puesto que sin Dios el hombre no sabe a dónde ir ni tampoco logra entender quién es”. Ante los grandes y graves problemas que actualmente estamos viviendo en el mundo con auténtica pena y dolor: guerras, drama de los inmigrantes y desplazados, cristianos perseguidos y ejecutados, hambre…problemas que nos llevan al desasosiego y al abatimiento, sale a nuestro encuentro la palabra de Jesús que nos dice, “sin mí no podéis hacer nada” y que al mismo tiempo nos anima: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final del mundo”. Hoy los cristianos estamos llamados a afrontar nuevos retos, a dialogar con otras culturas y religiones para juntos, construir una convivencia pacífica de los pueblos. El campo de la misión se presenta hoy notablemente dilatado y no definible solamente en base a consideraciones geográficas, nos esperan no solamente los pueblos no cristianos, sino también las periferias existenciales y terrenales, los ámbitos socioculturales y sobre todo “los corazones, que son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del pueblo de Dios”. Estamos llamados a servir a la humanidad de nuestro tiempo, confiando y dejándonos iluminar por la Palabra de Jesús: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure”.
Nuestra vida cotidiana nos presenta muchas ocasiones que nos ponen diariamente a prueba: son todos esos momentos en los que no es tan sencillo mantener un testimonio claro y firme de nuestro ser cristiano. A veces es tan sólo la rutinización de nuestra vida de fe, o a veces son obstáculos externos como la oposición de personas cercanas o dificultades en el lugar donde trabajamos. También existen obstáculos internos como por ejemplo el miedo al qué dirán los demás si manifestamos de modo visible nuestras convicciones religiosas y nos ponen la etiqueta pública de cristianos. Ciertamente esto no es una historia nueva en la vida de la Iglesia, y nosotros lo sabemos muy bien con el ejemplo de Poveda, pues todos los cristianos experimentamos en algún momento, frente a estos retos, la necesidad de una cierta fortaleza especial para poder dar un testimonio genuino de lo que creemos y vivimos. El Apóstol San Pedro, por ejemplo, experimentó en su propia vida esta dificultad, negando tres veces en público al Señor, en un momento crucial de la pasión. Luego, sin embargo, no sólo afirmo tres veces su amor por el Señor ante los discípulos, sino que fue capaz de seguir a Cristo incluso hasta el martirio. Vemos con el ejemplo de Pedro, cómo el mensaje cristiano se ha presentado ya desde sus orígenes como testimonio. Cristo ha resucitado y vive después de haber muerto, y su espíritu sigue actuando en la historia como fuerza de liberación para el hombre. Este es el anuncio que testimoniaron los Apóstoles bajo la luz y la fuerza del Espíritu de Pentecostés. Toda la historia de la revelación salvadora se desarrolla en este dinamismo testimonial, así, en el Nuevo Testamento, descubrimos dos líneas interpretativas del concepto de testigo o testimonio: los evangelios de Lucas y de Juan. Lucas, se fija más directamente en los apóstoles y en el grupo de seguidores de Jesús en cuanto testigos de la obra de Dios realizada en Cristo. Para Lucas, los Apóstoles son establecidos cómo “testigos de la resurrección de Jesús” (Hc1, 8- 22; 4, 33; 10, 41), y de todo el sentido de su vida terrena. Esto supone que los apóstoles han convivido con Jesús desde el principio, más aún, por haber recibido el Espíritu (Hc2,1-13), los apóstoles reciben la tarea de testimoniar la obra del Padre realizada en Jesús y reafirmada en su resurrección.
Juan evangelista, nos muestra un camino, o una vía diferente. Su término preferido es testimonio. Todos sus escritos son fruto de su testimonio: “El que lo vio (Juan) lo atestigua y su testimonio es válido, y el sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” (19,35). Juan da fe de lo que ha visto y experimentado en su relación con Cristo (Jn 21,24). Ya dentro de su evangelio, el Padre da testimonio del Hijo (Jn 5,32). El testimonio del Hijo es verdadero porque coincide con el Padre (Jn 5,19), él testifica lo que ha visto en el Padre (Jn 8,38). A su vez, el Espíritu da testimonio de él (Jn 15,26); y también sus Apóstoles (Jn 15,27), a quienes él mismo envía al Espíritu de la verdad (Jn 14, 16-17).
Los primeros cristianos eran muy conscientes de que todo lo que dentro de ellos y entre ellos les ocurría de excepcional, respecto a su vida anterior, de desconcertante en comparación con la existencia que tantos otros llevaban a su alrededor, no era fruto de su adhesión, de su inteligencia o de su voluntad, sino que era un don del Espíritu, un don de lo alto, una fuerza misteriosa por la que estaban invadidos y les proporcionaba una personalidad nueva que sentían dentro de ellos. Ese término “de lo alto”, al que me acabo de referir, no debe entenderse como una investidura mecánica y exterior, ya que en latín, “altus” tiene también el sentido de profundo, de esta forma, estaríamos diciendo que en lo más intimo y profundo de sus ser había brotado una personalidad distinta. Una personalidad constituida de la conciencia de sí misma y de su impulso creador, trasmisor, de su fecundidad, este era su testimonio: el dar a conocer lo nuevo que sentían, esa fuerza renovadora que nos da a los cristianos la posibilidad de comenzar a experimentar la realidad de un modo nuevo, rico en verdad y cargado de amor. Porque es justamente la realidad cotidiana, el día a día, lo que se transforma, y el tiempo presente el tiempo en el que se recibe mucho más; son las connotaciones normales de la existencia humana las que cambian: el amor entre hombre y mujer, la amistad entre los hombres, la tensión de la búsqueda, el tiempo de estudio y trabajo. Sin pasar por esta experiencia resulta muy difícil, por no decir imposible, adquirir una convicción capaz de construir, capaz de llenarse y capaz de transmitirla a los demás. Si se deja implícito y no se explicita el valor de esta primicia del Espíritu, es decir, si no se toma conciencia de lo que significa, jamás se caerá en la cuenta de la potencialidad cultural que tiene la propia fe, ni se alimentará su dinamismo crítico y operativo.  El don del Espíritu tiene como resultado hacernos evidente que estamos inmersos en ese nuevo flujo de energía provocado por Jesús, nos manifiesta que formamos parte de ese nuevo fenómeno y que como tantos antes que nosotros, tenemos la obligación de darlo a conocer; porque el don del Espíritu es una fuerza que invade a los hombres que Cristo ha llamado a su ecclesia. Él les confiere una nueva consistencia  en función del objetivo inmediato de su llamada: la edificación de la comunidad, primicia del mundo nuevo. El don del Espíritu da un impulso a esta nueva personalidad que otorga a su vida una capacidad comunicativa fecunda, comunicativa de la novedad que Cristo ha traído al mundo, de modo que tanto el individuo como la comunidad se sienten en condiciones de pronunciarse ante el mundo. Así pues, esta mayor consistencia de la personalidad de cada uno y de la comunidad toda a la hora de manifestar ante el mundo la novedad traída por Cristo, saca su sabia vital de una fuerza que no es sólo verbal, que no se queda en simples discursos, sino que penetra y cambia los quicios de la existencia hasta el punto que con razón podrá decir Pablo a los Tesalonicenses: “Conocemos, hermanos queridos de Dios, vuestra elección; ya que os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo”.
Este sencillo testimonio de una vida coherente de fe y comprometida es de suma importancia. Predicar con el ejemplo es una forma hermosa de manifestar la presencia de Dios y su centralidad en nuestra vida. Sin embargo, como bautizados en Cristo, estamos obligados no sólo a dar testimonio, en cierto sentido, pasivo, es decir, con nuestra vida únicamente, sino también a una proclamación más activa de la Buena Nueva al mundo. El Papa Francisco afirma al respecto que “la responsabilidad de dar testimonio público es para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe?, ¿tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano obedeciendo a Dios?”.
Ser discípulos de Cristo no es sólo una definición o un título, es algo muy serio e importante, es algo que nos compromete de verdad y que exige de nosotros una respuesta total. La vida de la Iglesia está llena de heroicos testimonios de hombres y mujeres que han sido capaces de seguir a Jesús, incluso, como Poveda; de ofrecer la propia vida. A casi dos mil años de los primeros mártires cristianos, hoy siguen iluminando la vida de la iglesia numeroso cristianos que en este momento dan testimonio del nombre de Jesús incluso hasta el martirio. Estos cristianos perseguidos y masacrados por su fe, en pleno siglo XXI, así como la radicalidad de los grandes santos, entre lo que lógicamente incluimos por merecimiento a nuestro fundador; así como los hermosos testimonios de unos y otros de su adhesión a la fe nos hacen pensar en nuestra pequeñez y limitación. Quizás eso nos pueda hacer dudar del valor y significado de nuestro propio testimonio de fe, o pensar que basta vivir la fe de modo privado, sin hacerlo evidente a los demás. Incluso nos podemos preguntar si lo que yo haga o no haga realmente hará alguna diferencia en la vida de la Iglesia.
La respuesta es que definitivamente si hace una gran diferencia, por más pequeño que uno considere el aporte que puede dar. Un sacerdote estadounidense ponía este ejemplo que puede ilustrar esta idea: si una noche un estadio lleno de gente se queda de improviso sin luz eléctrica habrá una gran oscuridad. Sin embargo, ¿Qué pasaría si una persona enciende una pequeña luz, una cerilla, la linterna de su móvil, o un encendedor, por ejemplo, y su acción contagia a otro y a otro y a otro…? Al cabo de unos momentos la suma de las pequeñas luces hará retroceder a la oscuridad. Uno solo, probablemente, no haría mucha diferencia; pero si uno no comienza tal vez el otro no se anime y se encienda una cadena.
En la Carta Apostólica con la que el Papa Benedicto XVI convocó el Año de la Fe, se nos daba una clave que nos ayuda a comprender la necesidad de no sólo creer en la mente y en el corazón, sino también de vivir en la acción de aquello que creemos: “Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con ÉL, preciosa definición de fe del Papa Emérito, que continúa diciendo que “Este estar con ÉL” nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe es la adhesión personal y comunitaria a Dios que sale a nuestro encuentro. Esta adhesión involucra a todo nuestro ser, pues no sólo creemos con la mente, sino que debemos amar aquello que creemos con el corazón y debemos vivirlo en cada una de nuestras acciones concretas.
Cada uno de nosotros, según nuestros dones y posibilidades, puede encontrar el modo de vivir esta dimensión apostólica. Como explica el Papa Francisco, “el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad”. El Señor puede transformar lo poco que a nuestros ojos hacemos  para multiplicarlo de modo insospechado, dándole unos frutos tales que nosotros no podemos ni imaginar. Una palabra nuestra en el momento adecuado, que quizás nos parezca poca cosa o muy sencilla, puede obrar por gracia de Dios frutos inesperados en un corazón necesitado.
Mi testimonio público, nuestro testimonio público es, entonces, fundamental. No podemos pensar con mente humana ni excusarnos en ello, y lo es hoy particularmente fundamental cuando vemos que en muchos países y ámbitos de la vida social se quiere negar al Señor o relegarlo, como ya he dicho, a lo privado. Precisamente, en circunstancias como las que vivimos hoy, se hace más necesario el anuncio explícito del Evangelio, un diálogo que es un contacto de experiencias, que es un comunicar la propia vida personal a otras vidas personales a través de las palabras, los gestos, la actitud. En una sociedad como la nuestra no se puede crear algo nuevo si no es con la vida. Solamente una vida nueva y diferente puede revolucionar estructuras, iniciativas, relaciones, todo. Se trata pues, de tener una presencia novedosa en la sociedad cada vez más verdadera y pertinente al mensaje de Cristo y al contexto. Por eso, tenemos que ayudarnos a comprender qué contribución se nos pide en este momento histórico y cómo podemos realizarla. En este esfuerzo hay algo que nunca podemos olvidar: no sólo tenemos el encargo del Señor a realizarlo, sino que El mismo sale a nuestro encuentro y nos da la fuerza necesaria para el camino. Ser cristiano muchas veces significará caminar contra la corriente, algo que puede darnos cierta incertidumbre e inseguridad, pero sólo será posible nuestro testimonio valiente “si reconocemos a Jesucristo, porque es ÉL quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, y nos ha elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a ÉL, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban entorno a Jesús resucitado”. En eso radicará nuestra fidelidad, y también nuestra felicidad, será Jesús quien nos dará el valor necesario para caminar contra corriente; no hay dificultades, tribulaciones, incomprensiones que nos hagan temer si permanecemos unidos a Dios como los sarmientos están unidos a la vid.

Así pues, queda claro que todos los cristianos tenemos una misión. Esto significa nuestro nombre, “cristiano”, que deriva de Cristo, “el ungido” por Dios para la salvación del mundo, misión que requiere hoy más que nunca la fuerza del testimonio y la misericordia.

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